lunes, 31 de diciembre de 2012

De vientos y corrientes literarias




El viento soplaba de levante. Era uno de esos días que los aviones debían salir al revés. No me refiero a que despegaban de cola sino que salían de sur a norte, mirando a los Pirineos. El viento tiene el sambenito de ser una fábrica de locos, una factoría de artistas locos
-Doctor, no lo tome a mal, si no fuera por el viento su jardín de peonias sería un tiesto con geranios.
-Usted está realmente loco, caballero


I. En “Quién soy yo”, Bohumil Hrabal escribe sobre el fóhn, el viento de otoño que en Baviera sopla sólo una semana en octubre y una semana en febrero mientras que en Praga sopla siempre, «por lo menos para mí. Y me trae el complejo de haber hecho una buena, de haber matado a alguien, de haber cometido un gran crimen, aunque soy completamente inocente.»

II. Leo en “El mal de Montano” de Enrique Vila-Matas, que la madre de Jules Verne «tenía un nombre que parece casi una corriente de aire: Sophie Allote de la Fuye.»

III. «-En Sicilia –comenta Patrizia-, cuando el sirocco empieza a soplar todo el mundo se encierra en sus palacios.


Me ve enarcar una ceja y matiza con una risita voluble:

-En fin, los que tienen palacio.»    Ignacio Vidal-Folch , “Lo que cuenta es la ilusión”

IV. A veces, cuando sopla la bora, me siento en un bar y empiezo a contar mientras los veo pasar: el loco de la esquina; el que perdió la razón al levantar la voz y al que, por seguir una sandía que rodaba calle abajo, llamaron “corazón triste de sandía”.

Este último, el número cuatro, según mis cuentas, era el más melancólico y así le diagnosticaron: ”alicaído con querencia a las pendientes, cuanto más inclinadas mejor”.

sábado, 15 de diciembre de 2012

Rue Greneta, 1954



Lo asomaban un poco a la calle. De esa manera, la sensación del pajarillo era más profunda, más arrolladora; como cuando a un niño le regalan una piruleta y piensa que el mundo debe de ser así: dulce como una fresa gigante.



domingo, 9 de diciembre de 2012

Seres raros merodean por los libros (I)



Pude ver a mi hostelera cuando me dirigía a la Oficina Censal de Praga. Estaba sentada tras el mostrador, anotando, una y otra vez, los nombres de los clientes que aquella noche nos habíamos hospedado en el hostal. Cuando llegaba al final de una hoja, empezaba con la siguiente. De repetirlos infinitamente había conseguido ocupar todas las habitaciones: un lleno total. Todas las noches, cuando me dispongo a subir a mi habitación, le pregunto si me ha dejado unas cuartillas sobre la mesita. Siempre asiente. En ellas anoto todos los personajes particulares, monstruosos, originales pero secundarios de la literatura. Uno tras otro, y cuando llego al final de una hoja, empiezo con la siguiente.
 
«¡Un monstruo! Pero le miré a los ojos y sostuve su mirada toda la noche.»  Franz Kafka

I. Cuando Magris llegó a Sopron se fijó, cerca del museo Listz, en un hombre que estaba asomado a un ventanal de la planta baja de un edificio. Era un loco, y al parecer profundo, que farfullaba y hacía gestos. Gigi, que acompañaba a Magris, trató de entenderle y, de alguna manera, responderle. Les sorprendió que en el impulso de dirigirse a ellos «existía la urgencia de decir algo y, por tanto, de tener algo que decir». En él, los viajeros vieron una piedra que había sido desechada pero que podría ser un rey disfrazado de mendigo, quizás «uno de los treinta y seis justos, desconocidos por el mundo, y que ignoran serlo, gracias a los cuales el mundo sigue existiendo.»

II. «Punto y aparte para Felipe Tongoy, el hombre más feo del mundo». Nada más llegar al aeropuerto de Santiago y bajar por la escalerilla del avión, Rosario Girondo se encontró con Tongoy. Escribe Enric de la Ville-Maat que Girondo, al ver por primera vez a Tongoy pensó rápidamente en Nosferatu, y sintió también la urgencia de decir algo, aunque calló porque consideraba «de mala educación decirle a alguien que acabas de conocer que se parece a Drácula». Pero Tongoy introdujo el tema con naturalidad, aceptando su propio autorretrato, sin falsificarlo, y añadiendo que una vez, con seis o siete años, su madre le dijo que sí, que «sólo en Chile» pero que feo, no dejaba de serlo.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Se escribe un cuento, se escribe despacio



Leo un cuento de Carver. Un día debería de escribir un cuento. Uno de esos breves de dos páginas o tres. Debería de proponerme escribir un cuento al año. Si lo hiciera, de aquí a diez años tendría diez cuentos, y veinte de aquí a veinte años. Escribiría un cuento sobre un tema corriente y así podría tener cuentos sobre cada tema corriente que se me ocurriera. Y ninguno tendría un final sorprendente. Todos tendrían finales corrientes. Y si en un cuento lloviera en otro no lo haría, para no repetirme.

I. «-Ahí tiene pan y mantequilla -le dije, bebiendo parte de mi copa-. Y ahora recemos.
El ciego inclinó la cabeza. Mi mujer me miró con la boca abierta.
-Roguemos para que el teléfono no suene y la comida no esté fría -dije.»   
Raymond Carver, “La catedral”

II. Hemingway imaginó que se podía omitir cualquier parte de un cuento a condición de saber muy bien lo que uno omitía. Esa parte omitida comunicaba más fuerza al relato y le daba al lector la sensación de que en el cuento había mucho más de lo que se había expuesto. «Bueno, pensé, así me salen los cuentos ahora, que nadie los entiende.»

III. “El gato bajo la lluvia” no es el mejor cuento jamás escrito. 

IV. El otro día se encontró con un vendedor en la calle. Vendía una licencia de armas de segunda mano. Estaba un poco arrugada y la foto de carnet algo borrosa. Comentó que el fotógrafo era mediocre pero que a él le valía porque así habría más personas que podrían comprársela: El mundo anda lleno de rostros desenfocados, me dijo.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Martín y boca de tigre




Martín salió de la casa con la intención de internarse en el bosque. La  última vez que lo hizo se encontró con un perro que le pareció medir tres metros. Desde entonces no volvió al bosque pensando que Boca de tigre estaría todavía allí, esperándole. Aunque esta vez no le faltaría decisión. Su enfado con Roncesvalles era superior al temor, y si el perro estaba y se servía de él para alimentarse lo daría por bien empleado. Esa sería su venganza: devorado por un perro tras ser descubierto intentando robar un trozo de queso y, en un segundo acto, condenar a Roncesvalles a portar, prendido en su pecho, la marca del lacre derretido en forma de “V” por allí donde se moviera a partir de ese momento.

A medida que caminaba, empezó a presentir que el perro no estaría allí para su cita. Que no estaría esperándole, agazapado detrás de algún arbusto, para abalanzarse sobre él y que posiblemente el animal que se le apareció en el bosque hubiera sido el perro de algún pastor extraviado del rebaño. Intentando recordar, en demérito del animal, incluso empezó a dudar de la altura del chucho y su semblante feroz. No podía evitar escuchar las risas de sus compañeros de tropelías cuando les explicaran la historia: “Martín engullido por un perro muerde-ovejas”. Una deshonra que ni tres vidas podrían desinfectar.