domingo, 27 de enero de 2013

Las uvas de la ira




-Yo no puedo hacer nada, sólo cumplo órdenes. Me mandaron a deciros que estáis desahuciados.
-¿Quiere decir que me echan de mi tierra?
-No hay por qué enfadarse conmigo. Yo no tengo la culpa.
-Pues, ¿quién la tiene?
-Ya sabes que el dueño de la tierra es la compañía Shawneeland.
-¿Y quién es la compañía Shawneeland?
-No es nadie, es una compañía.
-Pero tienen un presidente. Tendrán a alguien que sepa para qué sirve un rifle, ¿verdad?
-Pero hijo, ellos no tienen la culpa, el banco les dice lo que tienen que hacer.
-Muy bien, ¿dónde está el banco?
-En Tulsa, pero no vas a resolver nada. Allí sólo está el apoderado y el pobre sólo trata de cumplir las órdenes de Nueva York.
-¿Entonces a quién matamos?
-La verdad, no lo sé, si lo supiera te lo diría: yo no sé quién es el culpable.


"Las uvas de la ira", John Ford.

sábado, 19 de enero de 2013

El paseo de Sophie




I
Había estado caminando, esperando acumular el suficiente valor para entrar en el café. La indecisión le había permitido encontrarse en la calle con varios personajes. A algunos de los personajes sólo los había podido ver durante unos minutos, unos segundos, por lo que decidió que a estos los incluiría en un cuento. Si quería encontrar personajes para su novela debería poder seguirlos durante más tiempo, y también tener suerte ya que muchos se movían cerca de sus casas: la gente siempre se mueve cerca de su casa o de su trabajo, en círculos, y pronto desaparecen en un portal o en la entrada de un edificio de oficinas. Pensó en los turistas que deambulan todo el día de un lugar a otro y, aunque se alejaría del café en el que había concertado la cita, necesitaba acumular datos, una secuencia de datos, y si sus personajes, ahora un grupo de turistas venecianos, tomaban un autobús, este hecho le beneficiaría porque podría escuchar conversaciones que sólo se pueden escuchar en el transporte público y metería esas conversaciones en su novela. Los mejores diálogos siempre se les ocurren a otros.

II
Si un día había de morir, lo haría allí, en Honfleur, un pueblecito costero de Normandía.  Así lo había decidido hace tiempo y hasta allí había viajado cuatro veces en los últimos veinte años, cada vez que presentía el momento. La primera vez que se desplazó, trató de salir del pueblo dando un paseo y tomando la única calle que parecía conducir hacia el exterior. Le fue imposible, ya fuera por las dificultades del terreno o por los setos que los vecinos habían ido construyendo. Tuvo claro, esa primera vez que viajó a Honfleur para morir, sentado en una de las terrazas al borde del amarradero, que de allí no podría salir salvo que cayera realmente muerto y hubiera algún doctor en ese pueblo de muerte que lo pudiera certificar.

III
De la cita en el café de la calle Pau Clarís había pasado una semana y ahora se encontraba llamando a un timbre y entrando en un portal, desapareciendo en él como lo hacían muchos de sus personajes. En la cita previa habían pactado todos los términos. Subió al cuarto piso dispuesto, como siempre, a satisfacer las fantasías ocultas de su clienta. Según le contó el día de su cita en el café, Isabelle trabajaba en una empresa multinacional; era una mujer cargada de responsabilidad y deseosa que alguna vez la situación se le escapara de las manos, y que de las manos y de los pies la ataran a las cuatro esquinas de la cama y sentirse, de esa forma, a la intemperie, que soplara el viento a su aire. Se encontró, así, con un personaje que permanecería inmóvil durante las dos horas de la sesión. No necesitaría perseguirlo, pudiendo acumular datos de su carácter sin tener la necesidad de recorrer los lugares más turísticos de la ciudad. Y esta fantasía de su personaje podría convertirse, sin esperarlo, en una de sus fantasías, y la metería en su novela y la llamaría Sophie, y escribiría que tenía unas piernas bonitas, también unos pies bonitos, y que tenía la fantasía de la inmovilidad, y que esta ciudad de caminantes nerviosos, paulatinamente, acabaría yéndose al diablo.



domingo, 13 de enero de 2013

El americano impasible




He empezado a leer “El americano impasible” de Graham Greene, quizás por buscar algo de aventura. Ha sido sólo el primer capítulo. He dejado el libro un momento en el sofá. De Greene ya había leído “El tercer hombre”, una obrita que le sirvió de esquema para escribir el guion, junto a Alexander Korda, de la película del mismo nombre que dirigió Carol Reed. De esta película recuerdo a Alida Valli, el diálogo en la noria del Prater entre Wells y Joseph Cotten, la música de cítara, la huida por las alcantarillas y la escena final a la salida del cementerio.

Nuevamente en el sofá he vuelto a coger el libro. Leo que existe la superstición entre las mujeres vietnamitas que un amante que fuma opio siempre vuelve y que «el opio puede dañar la capacidad sexual del hombre, pero ellas prefieren un amante fiel a uno potente.» Pienso, mientras leo, en el sueño del opio. Son sueños breves, de diez minutos; despiertas y vuelves a soñar, otros diez minutos. Y no dejo de pensar en el opio, y ahora lo veo como una telaraña, y también pienso en sus efectos sobre la capacidad sexual, y en que deben de ser un mito: este tipo de efectos adversos siempre lo son. 

«Es un buen tipo a su manera. Serio. No es uno de esos sinvergüenzas estrepitosos del Continental. Un americano impasible.»

sábado, 12 de enero de 2013

La probabilidad de escribir




Esta mañana no he almorzado.  Algunas veces no lo hago. Después he pensado en los escritores de la tercera vía. Todavía no hay escritores de este tipo pero aparecerán. Una de las características de los libros que imaginarán los escritores de la tercera vía será la de no matar al libro con un final previsto. Los finales suelen ser, generalmente, flojos. Por eso, a partir de la página 60, en sus libros, sólo aparecerán hojas en blanco. El blanco como reconocimiento: "Disculpen que no acabe este libro"

I. Leo en un artículo de Enric de la Ville-Maat las causas que le llevaron a ser escritor: «Vi a Mastroianni en La noche de Antonioni; en esa película -que se estrenó en Barcelona cuando tenía yo dieciséis años- Mastroianni era escritor y tenía una mujer (nada menos que Jeanne Moreau) estupenda: las dos cosas que yo más anhelaba ser y tener.»

II. Escribe Vidal-folch en “Lo que cuenta es la ilusión”, que para hacer algo significativo en la literatura se precisa talento, suerte y voluntad. «Con talento pero sin voluntad no se llega a nada. Con voluntad y sin suerte, tampoco. Etcétera.»

III. «También los escritores efectúan a menudo, como los generales, los más prolongados preparativos antes de avanzar para el ataque y atreverse a librar una batalla o, en otras palabras, lanzar un artilugio o libro al mercado, lo que suena desafiante y excita por tanto con fuerza potentes contraataques. ¡Los libros atraen las recensiones, y a veces estas son tan enconadas que el libro ha de morir y el autor tiene que desesperarse!»  R. Walser

IV. Ser escritor es una probabilidad. En estadística, la figura del outsider es aquella que se distancia de la media, de la normalidad de una muestra. En la realidad actual, ser escritor es dejar de ser un outsider.

V. «Para ser escritor había que escribir, y además escribir como mínimo muy bien.» Enric de la Ville-Maat

miércoles, 2 de enero de 2013

Un universo en tus manos

 


«Cuando empiezo a escribir, recuerdo siempre algo que leí de Italo Calvino, y me doy cuenta de la razón que tiene. Antes de ponerte a escribir tienes el universo entero en tus manos, pero cada palabra que vas añadiendo va cerrando el ángulo. Al cabo de dos o tres páginas, todo lo que has decidido, lo que has escrito, excluye lo demás, y eso provoca una sensación de vértigo: la certeza de que la primera frase condiciona el resto del relato.»

Enrique Vila-Matas



Nota: Extraído del blog de Jean Larser, "Correcciones de estilo y edición de textos"