Pasé la mañana en la Oficina Postal de
Praga y después me fui al café de Jódl. En el café me senté en la mesa más
próxima a la barra, allí por donde entraba y salía Darina con su bandeja llena
de jarras de cerveza. En el fondo del local había un grupo de tertulianos que
reían como morsas y se movían también como morsas. En otra mesa estaba el
carnicero junto al verdugo, y mientras el carnicero escribía en una libretita,
el verdugo asentía con la cabeza y alzaba tres dedos. Apoyado en la barra había
un hombre mayor que bebía tragos cortos de ajenjo. Debía de tener por lo menos
cien años pero aparentaba cien más. Recordé que Sebald escribió que «hay
árboles que sobreviven más de un milenio y que al parecer se han olvidado por
completo de morir», y el viejo de la barra parecía un árbol de esos, con muchos
anillos, un árbol milenario que había perdido todo el interés por perecer.
I. Leo a Hrabal, “Yo serví al rey de
Inglaterra”. Y cómo el mozo escucha la conversación de los que allí van a
cenar. Y cómo discuten sobre si a las afueras del pueblo, hace treinta años,
había un chopo o una pasarela, o las dos cosas o ninguna, y si la mejor cerveza
es la Pilsen, la Protivín o la Bráník. También recuerda como un día dijeron que
se había visto al veterinario con las chicas de la casa de lenocinio, y que al
final se había quedado con Jaruska. Al mozo no le interesaban todas esas
tonterías. No quería ver ni oír
nada, lo único que le hubiera gustado hubiera sido poder visitar esa casa en el
paraíso, porque así se llamaba la casa donde vieron al veterinario: El Paraíso.
II. Y cuando el mozo visitó El Paraíso,
en la entrada se encontró con una mujer de pelo negro que le preguntó qué
deseaba. Y lo que él deseaba era estar con ella, con Jaruska. Entones pensó que
«El Paraíso era un lugar no bueno ni fantástico sino paradisíaco» y que cada
semana ahorraría vendiendo salchichas calientes «porque ahora tenía una meta
bella y noble». Y también recordó que su padre le decía «que mientras tuviera
un objetivo, viviría bien, porque tendría un motivo para ir tirando», aunque
eso ya no se lo contaría a Jaruska.
Cuando salí del café de Jódl me dirigí al
hostal. Mientras subía a mi habitación me encontré a uno de los huéspedes que
bajaba, nervioso, por las escaleras. Gritaba porque decía haberlo visto. Y lo
decía envuelto en una manta negra, con la cara desencajada, como un murciélago
que hubiera visto por primera vez a su rey: el vampiro de la casa de enfrente.