domingo, 17 de marzo de 2013

Yo serví al rey de Inglaterra




Pasé la mañana en la Oficina Postal de Praga y después me fui al café de Jódl. En el café me senté en la mesa más próxima a la barra, allí por donde entraba y salía Darina con su bandeja llena de jarras de cerveza. En el fondo del local había un grupo de tertulianos que reían como morsas y se movían también como morsas. En otra mesa estaba el carnicero junto al verdugo, y mientras el carnicero escribía en una libretita, el verdugo asentía con la cabeza y alzaba tres dedos. Apoyado en la barra había un hombre mayor que bebía tragos cortos de ajenjo. Debía de tener por lo menos cien años pero aparentaba cien más. Recordé que Sebald escribió que «hay árboles que sobreviven más de un milenio y que al parecer se han olvidado por completo de morir», y el viejo de la barra parecía un árbol de esos, con muchos anillos, un árbol milenario que había perdido todo el interés por perecer.


I. Leo a Hrabal, “Yo serví al rey de Inglaterra”. Y cómo el mozo escucha la conversación de los que allí van a cenar. Y cómo discuten sobre si a las afueras del pueblo, hace treinta años, había un chopo o una pasarela, o las dos cosas o ninguna, y si la mejor cerveza es la Pilsen, la Protivín o la Bráník. También recuerda como un día dijeron que se había visto al veterinario con las chicas de la casa de lenocinio, y que al final se había quedado con Jaruska. Al mozo no le interesaban todas esas tonterías. No quería ver ni oír nada, lo único que le hubiera gustado hubiera sido poder visitar esa casa en el paraíso, porque así se llamaba la casa donde vieron al veterinario: El Paraíso.

II. Y cuando el mozo visitó El Paraíso, en la entrada se encontró con una mujer de pelo negro que le preguntó qué deseaba. Y lo que él deseaba era estar con ella, con Jaruska. Entones pensó que «El Paraíso era un lugar no bueno ni fantástico sino paradisíaco» y que cada semana ahorraría vendiendo salchichas calientes «porque ahora tenía una meta bella y noble». Y también recordó que su padre le decía «que mientras tuviera un objetivo, viviría bien, porque tendría un motivo para ir tirando», aunque eso ya no se lo contaría a Jaruska.




Cuando salí del café de Jódl me dirigí al hostal. Mientras subía a mi habitación me encontré a uno de los huéspedes que bajaba, nervioso, por las escaleras. Gritaba porque decía haberlo visto. Y lo decía envuelto en una manta negra, con la cara desencajada, como un murciélago que hubiera visto por primera vez a su rey: el vampiro de la casa de enfrente.

domingo, 10 de marzo de 2013

Un día de perros en las aceras




I. Son los sábados los que son subversivos. Se dejan atrás los cinco días de alienación y la concentración se centra en la vida y no en el trabajo. Los sábados son peligrosos. En cambio los domingos por la tarde se vuelven fangosos, como un reloj de arena al que se le ha añadido agua, o los restos del caldo de pollo.

II. He salido a pasear. La gente pasea los domingos. Los perros son menos complejos. Para ellos sólo hay dos tipos de días: el resto de días y los domingos. Es esa simplificación lo que les da la tranquilidad. Los domingos les llegan. Y sólo cuando llega el domingo saben que ese es el momento en el que salen a pasear sin prisas, sin el horario definido de tres micciones al día.

III. Cerca de la plaza de la estación he visto a un hombre. Flaco, desgarbado, y con un violín bajo el brazo. He escuchado que decía que dormía dos horas al día y que por las noches era cuando hacía las cosas más útiles. Entonces he pensado en lo que escribió Kafka y lo importante que son las noches para el hombre flaco, y que seguramente, y «desde que una vez le cortaron la luz eléctrica, debe de llevar una vela consigo» y una cerilla y un platito donde clavarla.

domingo, 3 de marzo de 2013

Así canta el cantor




El día que conocí a Cuervo podía ser un día como el de hoy: lluvioso y todos esos calificativos que siguen a los días lluviosos. De sus hombros caía una pelliza negra que al adherirse a sus extremidades parecía su propia piel. Cuando levantaba los brazos hasta ponerlos en cruz, manteniendo las manos caídas, parecía que iba a echar a volar.

Ayer volví a verlo. La impresión que me dio es que estaba siendo víctima de su propio nombre. Había desarrollado unas garras con las que se sujetaba a una rama y miraba hacia un lado y hacia el otro con golpes secos, como lo hacen las aves de corral. Escuché cómo comentaban que se había subido a un árbol. Otros, en cambio, decían que se había posado en una rama. Justo donde acababan las escaleras habían empezado a alzar unas rejas. Verlo allí me impresionó: estaban construyendo una jaula para él.