sábado, 28 de febrero de 2015

Navegar es preciso, vivir no es preciso




Al subir por la calle Balmes soplaba allí un viento diabólico. Podría incluirlo en mi colección de ventiscas, pero no tiene nombre. Es un viento sin nombre, sólo lleno de calificativos endemoniados. Hace un tiempo inicié mi colección de corrientes literarias. En ella incluí, entre otras, la ventisca de la que habla Hrabal, cuando dice que vive en un país donde el viento sopla sin cesar, «donde no hay esperanza de que la angustia y el estrés se calmen». Hrabal escribe sobre el föhn, este sí un viento con nombre.

He estado leyendo el Aleph, de Borges. En uno de los cuentos, Borges narra la historia de Droctulft, uno de los longobardos que las guerras trajeron a Italia desde las orillas del Danubio para luchar contra los romanos. Cuenta Borges que probablemente Droctulft «venía de las selvas inextricables del jabalí y del uro; era leal a su capitán y a su tribu, no al universo». Y en Rávena ve algo que no había visto jamás. «Ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos». Todo eso que ve le impresiona como si en su «diseño se adivinara una inteligencia inmortal». Y es en ese momento, durante el asedio de Rávena, que Droctulft abandona a los suyos para morir defendiendo la ciudad que había tratado de conquistar. Porque hay ciudades así.

De cuando llegué a Lisboa. Escribe Andrés Trapiello que es importante el momento en que uno entra en una ciudad por primera vez, y que para salir da un poco igual la hora o el día. Entré en Lisboa por primera vez un día en el que se celebraba un funeral. Me dijeron que el fallecido se parecía un poco a Pessoa. Siempre he creído que en Lisboa todos los hombres debían de parecerse un poco a Pessoa. Sólo por comprobar ese hecho me uní, como uno más, a la comitiva de enterradores.
Antes de llegar al cementerio, desde un balcón, una mujer cantó un fado. Aprendí entonces que hay fados corridos, que son como más rápidos y parecen divertidos aunque hablen de la muerte. Mientras escuchaba a la fadista pensé, como el personaje de Nick Hornby, la música que querría que pusieran en mi funeral. Después seguimos nuestro camino hacia el cementerio, bordeando el Tajo, y como decía Pessoa, reproduciendo la fórmula aventurera de los argonautas: «navegar es preciso, vivir no es preciso». Así entré por primera vez en Lisboa. Para salir da un poco igual la hora o el día.

martes, 17 de febrero de 2015

Las cosas se duplican en Tlön




Por mi barrio pasa un tren de cercanías. Creo que por ello nunca hemos pensado en irnos muy lejos. Pero no siempre ha sido así. Hace años, desde mi calle, veía pasar los aviones que despegaban del Prat. En su vuelo había algo de libertad. Aunque eso era antes que modificaran las rutas. Después tuvimos que conformarnos con las gaviotas que volaban sobre nosotros, a primera hora, mientras esperábamos en el andén. Ahora lo normal es que las gaviotas ya no pasen. En mi barrio había un loco que les tiraba piedras, y otro que se las recogía.

Hace unos meses visité el pueblo en el que viví un tiempo. Fueron los años en los que empecé a hablar, a caminar, a ir en bici y a caerme de la bici. Es un pueblecito de Girona, entre montañas y nubarrones bajos. Recuerdo por la mañana salir a la calle para ir al colegio y encontrarme con campos llenos de escarcha y, desde allí, recorrer en autobús el trayecto que nos llevaba hasta el pueblo de al lado. A esas horas, uno aprende a temer el agua negra de un pantano, y también a pensar que si había niebla era por algo, generalmente para ocultar algo.

Durante mi visita al pueblecito de Girona, me fijé en las casas, las calles y la plaza con sus arcadas interiores; me fijé en la gente que tomaba una bebida en la terraza de un bar y me fijé cómo se fijaban en mí. «Las cosas se duplican en Tlön», debería de haber pensado. Y como Borges, debería de haber sabido que las cosas tienden asimismo a borrarse cuando las olvida la gente. En aquel momento debería de haber pensado que ese pueblo formaba parte del cuento de Borges, y que hay lugares que hay que visitar para que perduren, como el umbral que frecuentaba un mendigo «y que se perdió de vista a su muerte». Por el momento, ese pueblo seguiría allí, imborrable; aunque sólo fuera porque, tras varias décadas, había vuelto a visitarlo. «A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro».

martes, 3 de febrero de 2015

Un día volveré




I. El tren parecía que volaba esta noche. Como si los suicidas lo hubieran dejado para mañana. En el vagón he estado leyendo Un día volveré, de Juan Marsé, y cómo al padre de Jan Julivert lo fusilaron dos veces. Cuenta Suau que la primera vez lo sacaron de la checa un día al amanecer, con otros elementos del POUM, pero lo fusilaron deprisa y mal, y se salvó. Y que luego, cuando entraron los otros, en el treinta y nueve, lo detuvieron otra vez y fue fusilado de nuevo. «Y esta vez lo consiguieron, los cabrones».

II. Anoche llamó a la puerta mi vecina checa. Me dijo que había estado mirando la luna y que sí, que volvía a verla más cercana, como cayendo. Le dije que era imposible poder medir eso a simple que vista. Entonces ella, como si no me hubiera prestado atención, me dijo que mis ojos cada día estaban más verdes, que debía de ser que pronto llegaría la primavera, y que había tenido un novio que en otoño los ojos se le ponían otoñales, y que no podía dejar de llorar. Se despidió y  volvió hacia su casa, y yo salí al balcón para ver la luna desplomarse, aunque no puedo asegurarlo.

III.  «Hombres de hierro, le oímos decir alguna vez al viejo Suau, forjados en tantas batallas, hoy llorando por los rincones de las tabernas».

IV. En la estación he tenido que ceder el paso a un viejo que tenía prisa por llegar a algún sitio. Después, en el tren, he vuelto a pensar en ese hombre, y en el padre de Jan Julivert. Ambos tratando de escapar, y como escribió Borges: procurando no morir en el patio de un cuartel, «en el alba, fusilado por hombres llenos de sueño».