En la calle, tantos desconocidos, y todos a la vez. Por eso, a primera hora, una cafetería siempre parece un lugar en el que se puede pedir asilo diplomático. Como he pedido un café solitario, el camarero me lo ha traído casi sin dejarse ver. Hay días que no tengo ganas de nadie. Son días en los que estoy solo pero queriendo. Entonces ha entrado una mujer y ha empezado a hablar con el camarero. Hablaba muy rápido. Por lo general, las personas que conozco por primera vez siempre me parecen que hablan una lengua extranjera. Aunque en este caso lo que he notado es que esa mujer hablaba sin comas. Era como si por la boca le saliera de forma continuada toda el agua negra y quieta de un pantano, con el miedo que me dan los pantanos. No tengo muchas normas, me dejo llevar por ideas sencillas: pongo las comas allí donde podría pararme a toser sin comprometer el sentido de la frase. Es pura intuición. No tengo mucho criterio: si toso, pongo una coma.
Ya que anoche acabé de leer a Handke, y como siempre leo
varios libros a la vez, hay momentos, como ahora, que pienso: Es hora de abrir
otro frente. En cambio con el amor eso no me pasa. Soy partidario del desamor,
y es entonces cuando pienso a lo grande antes de abrir ahí un nuevo frente, y
no para no caer como Napoleón en mi propio invierno ruso, porque el invierno a
mi Stalingrado interior no le sienta mal. Por eso me he bajado a la cafetería
Una leve exageración, de Adam Zagajewski, y Saturno, de Eduardo Halfon. También
he estado pensando lo atractivo que es el mito de la caverna. Se entiende
perfectamente que ese pensamiento haya formado parte de la tradición europea, pero qué
negativa es esa idea metafísica del Uno, de la verdad absoluta, de lo eterno,
de la dualidad. Y la facilidad con la que siglos más tarde lo ligaron a
la idea de dios. Y como a mí Platón siempre me cayó mal, me gusta cuando Friedrich
Wilhelm N. escribe que el cristianismo es platonismo para el pueblo.