sábado, 28 de marzo de 2020

En esa locura de las cosas sin importancia (II)


He estado un rato sentado en el suelo, en el balcón. Siempre ha sido el lugar menos visitado de la casa aunque el balcón es como las ventanas, un sitio por donde se sale. Allí he estado pensando por qué me gustan los libros fragmentados. Porque se asemejan más a lo cotidiano. No todo es lineal como la mayoría de las novelas, ni centrado en un solo tema. Un libro fragmentado se parece más al pensamiento. También he estado pensando en Mongolia, ese país por el que nadie pregunta. Los diarios de algunos escritores forman parte de ese tipo de libros que me gustan y en los que, por lo general, nunca pasa nada. Sé que los libros fragmentados tienen lo mismo que debe de tener el opio para los adictos. Después he vuelto a Mongolia porque hace un rato he leído que en su territorio hay más caballos que personas: «Un periodista inglés cuenta que un joven le dijo, quejándose de que su país apenas superara el millón de habitantes: Sin embargo hemos dominado Rusia, China y la India». Después me he levantado y me he inclinado sobre la barandilla, como mirando al futuro, a ver qué frío hacía. No se veía a nadie, por lo que es evidente que en mi calle hay más hormigas que personas. Aunque yo sólo pienso en las hormigas cuando llueve. También he pensado que desde mi balcón aquello se parecía a El desierto de los Tártaros, de Dino Buzzati, y a la fortaleza que, inicialmente preparada para no dejar entrar, se convierte en una construcción de la que no se puede salir.  

Leo en La sabiduría de lo incierto, de Joan-Carles Mèlich, que a partir del siglo XVI la filosofía muestra que el individuo se ve a sí mismo como un ser único y distinto del mundo, de ahí que comiencen a aparecer formas de escritura tales como memorias, dietarios o autobiografías. En cambio, escribe Cioran que la literatura, la filosofía, la religión, todo ha dado demasiada importancia al hombre, pero que «los dioses del Olimpo, cuando descendían sobre la tierra, adoptaban la mayoría de las veces la apariencia de un animal. Eso dice mucho de la estima en la que tenían a los hombres». Al leer esto he recordado el artículo de Carlo Frabetti: Las cinco heridas. De las cinco, las dos primeras ya serían suficientes. Según Frabetti, la primera herida a nuestra simplista visión del mundo y nuestro trono de autoproclamados reyes de la creación la reveló Freud cuando manifestó «que todos somos Edipo, enamorados de nuestra madre y abocados a matar, simbólicamente, al padre-rey». Y que la segunda herida la había inferido unos años antes Darwin cuando demostró que «ese rey-padre no era de origen divino, sino simiesco, por lo que el parricidio simbólico ni siquiera tenía la grandeza de un magnicidio, sino que era un mero ajuste de cuentas con el macho dominante de la manada». Entonces he seguido leyendo a Cioran cuando escribe que un día el psicoanálisis estará completamente desacreditado; aun así, habrá destruido sus últimos restos de ingenuidad. Después de él ya nunca se podrá ser inocente.


domingo, 8 de marzo de 2020

En esa locura de las cosas sin importancia


Como me gustan las cosas fuera de contexto, he pensado que tenía una piedra en el estómago. Aunque a veces yo también estoy en sitios equivocados. Esta mañana, mientras caminaba hacia una cafetería que hay cerca de mi casa, me he encontrado con un hombre que decía que la propiedad de su cerebro se hallaba en un vacío legal, y la amnesia sólo era un síntoma: sus recuerdos no pertenecían a nadie. Un loco. Después ha seguido diciendo en voz muy alta que, en el Panthéon, en París, vio el péndulo de Foucault en funcionamiento, pero con un cartel que avisaba que había momentos que el péndulo se paraba pero que la Tierra no tenía por qué notarlo. Y en ese gesto sencillo, en ese vacío de pensamiento a través del cual trataba de traspasarnos sus recuerdos para que no se perdieran, ese hombre, al que todos mirábamos con cara de asombro, había logrado desubicarnos. Entonces he pensado en devolvérsela, en comunicarle mis pensamientos, en decirle que he visto catedrales de todos los colores: grises, rojizas; y que en Rouen vi una catedral de piedra blanca que parecía salida directamente de ordeñar una vaca. Pero sólo me he acordado de Piglia, y de la réplica de la ciudad que un loco construyó dentro de su casa, y que lo que pasaba en la réplica pasaba luego en la ciudad, y que por eso estaba loco. 

Ya en la cafetería he estado leyendo los Cuadernos, de Cioran. Aunque dicen que C. es un pensador menor, y quizás lo sea —soy incapaz de juzgarlo—, a mí me está gustando, porque me gustan las cosas sin importancia, como cuando leí los Pequeños tratados, de Quignard, y me encontré allí cosas que entendía, cosas que no entendía y pequeñas maravillas. Escribe Cioran que es imposible leer una línea de Kleist sin pensar en el hecho que se mató. Su suicidio se confunde con su vida, como si se hubiera suicidado desde siempre. La manera de escribir de C. me recuerda a Nietzsche, como buscando la brevedad y lo fragmentado y, a la vez, «contribuyendo con todo lo que se pueda al incremento de la perplejidad general».