A
veces me muerdo un poco el labio para no sentirme tan solo. Cuando conozco a
alguien, en algún momento acabo preguntándole si tiene alguna teoría sobre la
muerte que pueda aportarme. Hace un poco de frío esta mañana. En el colegio era
fan de la segunda guerra púnica. Como hubo un tiempo que leía y luego hacía lo
que leía, una vez pensé en ir a Venecia para morir en Venecia. Un día moriré en
Honfleur. Recuerdo que en una plaza de Rennes nos sentamos en una terraza y,
entre café y café, sacábamos de la bolsa una botella de calvados que habíamos
comprado en Caen. Ahora puedo decir que de aquella noche extraña Brodsky diría
que fue «una fantasía decadente, pero si a los veinte años uno no es decadente,
¿cuándo va a serlo?». Me salto los paréntesis mientras leo. No he leído todavía
a Joyce. Deberíamos ponernos en la piel sin vida de los demás cambiando de
opinión una vez al día. Me he fijado en una noticia sobre un extraño resplandor
cósmico proveniente del espacio profundo y que emite una luz, de tal manera
que, si se apagarán todas las estrellas y ningún cuerpo reflejara luz, esa otra
luz seguiría ahí. Y estas cosas me parecen una maravilla. Cuando alguien dice
Pascal, automáticamente digo en voz alta: Blaise Pascal. Me gusta cuando Curzio
Malaparte escribe que estaba atardeciendo y el mar se volvió poco a poco del
color del vino, que es el color del mar en Homero. Me interesan las épocas
intermedias porque siempre vivo en un período de entreguerras. No sé muy bien
por qué me gusta Beckett; es así, no sé qué espero de Beckett: en Beckett no sé
qué. Leo a Bolaño poniendo voz de Bolaño. Porque hay una memoria de las voces. Tengo
pocas ideas pero las repito bien. Si algo me contraría pongo los labios como
para dar un beso.