lunes, 15 de agosto de 2022

Desde las ventanas de los cuadros de Vermeer


He bajado temprano esta mañana a la cafetería porque en el lado izquierdo de mi cabeza, que es el más emocional, hay una ventana, como en los cuadros de Vermeer. Me he sentado donde siempre porque desafío a aquellos que confunden la repetición con la normalidad. En toda repetición veo algo de creatividad, porque ninguna repetición es exacta, en cada una hay un intento de mejorar la anterior. Cuando ha entrado una pareja, ambos vestidos de negro, he interpretado, a la luz de la razón de lo cotidiano, que venían de un concierto de jazz; por la mañana, a primera hora, la gente siempre parece que viene de sitios equivocados. Con el primer café he estado leyendo un rato Indigno de ser humano, de Osamu Dazai. Escribe Dazai que al poco tiempo de estudiar pintura, uno de sus compañeros le hizo conocer el alcohol, el tabaco, las prostitutas, las casas de empeño y el pensamiento de izquierdas. Esto me ha recordado el love-hotel de Murakami, que se llamaba Alphaville, como la ciudad de la película de Godard donde no estaban permitidos los sentimientos profundos: «El love-hotel es así: un lugar donde hay sexo, pero un sexo que no necesita ni ironía ni amor». Me suele pasar que al final me acabo fijando en personas que están convencidas de que así deben de ser las cosas. No me importa cómo sean esas cosas, así o de cualquier otra manera, sino ese convencimiento de que deben de ser así, de una manera precisa: ese perfeccionismo moral que también buscan los artistas. Luego he estado un rato hablando con Aura sobre la pareja que ha atendido y que parecía salida de una comedia romántica. Le he dicho: No sé, los odio. 

sábado, 19 de marzo de 2022

Sobre el amor, 20:35 de la tarde

Siempre me fijo en las personas que estamos ahí, esperando, por la mañana, por si alguno pone cara de saltar. Cuando un tren llega antes de la hora, a todos nos coge por sorpresa, incluso a los suicidas. Como me he sentado al lado de una mujer que decía que dormía mal y que tenía que luchar —malditos ingleses— contra esa manía de tomar té por la tarde, me ha parecido Juana de Arco. Entonces he pensado en Rouen, quizás la ciudad más bonita por la que pasa el Sena, y he recordado que una vez comí en un pub al lado de Le Gros-Horloge, cerca de la place du Vieux-Marché y viendo, desde la terraza, a lo lejos, la catedral de piedra tan blanca como el esperma de una ballena. Mientras en el tren, a mi izquierda, un hombre tenía el aspecto firme de haber leído un poema de Baudelaire.

Un poco antes, de camino a la estación me he encontrado a mi vecina checa, que volvía de trabajar. Como ha visto que llevaba en la mano El libro de todos los amores, de Fernández Mallo, me ha dicho que a ella no le interesa la naturaleza de lo universal, que el mal está en los detalles. Con esas primeras palabras de la mañana, ya en el tren, he empezado a leer unas páginas del libro, que es un catálogo de todos los tipos de amores pero no sólo eso. Escribe Fernández Mallo que en la película An unmarried woman, una mujer que cena con sus amigas, suspira y dice: «Echo de menos los orgasmos rápidos a la antigua». Mientras leía, he pensado en un libro que me regaló Gema que es una pequeña maravilla: Sobre el Amor, basado en Sobre el Estado, de Lenin, en el que el autor sustituye, en todo el texto de la conferencia que pronunció Lenin en la Universidad de Sverdlov en 1919, la palabra Estado por la palabra Amor. Recuerdo que cuando lo leí, lo que hice fue sustituir la palabra Amor por Desamor, y todo empezaba a tener más sentido: «Los hombres se dividen en gobernados y en especialistas en gobernar, que se colocan por encima de la sociedad y son llamados gobernantes, representantes del Desamor».

sábado, 12 de febrero de 2022

Cuando la muerte te toca de lejos parece otra (VII)


Una vez, en Arles, en les Alyscamps, una necrópolis romana, en las tumbas de piedra, abiertas como maceteros, me senté a descansar un rato hasta que vino un guardián. En todos los sitios donde hay muertos hay guardianes.

Escribe C.: «¡La muerte, qué deshonor! Convertirse de repente en un objeto».

Leo que en la rue des Écoles, donde fue atropellado Barthes, hubo durante mucho tiempo una pintada que decía: «DISMINUYA LA VELOCIDAD, PODRÍA ATROPELLAR A ROLAND BARTHES». Barthes vivía en el sexto piso de la rue Servandoni, desde donde lanzó la costilla que le quitaron en 1945 en Leysin cuando le hicieron un neumotórax extrapleural. He leído que la furgoneta de una lavandería fue la causante del atropello mortal, y que Barthes venía de almorzar con Mitterrand. Desde su casa en la rue Servandoni hasta la rue des Écoles hay seis minutos caminando.

Escribe José Vidal Valicourt que hay quienes afirman que si se matan es por una curiosidad superior: quieren saber qué hay en ese territorio llamado muerte, qué demonios está cociéndose en la nada.

Dice mi vecina checa que tiene ganas de que llegue el mes de julio para bajar a casa y poder ver una etapa del Tour en diferido, y que suban el Mont Ventoux, que es uno de nuestros puertos preferidos, junto a la Croix de Fer, que siempre nos suena a la condecoración máxima de un soldado después de muerto.

Yo vine aquí sólo a escribir sobre la muerte y he acabado escribiendo sobre lo que no comprendo.

Leo que «al día siguiente de la muerte de Gide, Mauriac recibió este telegrama: El infierno no existe. Suéltate la melena. Stop. Gide» 

Escribe Lispector, seca: «Muerte, te odio».