He ido esta mañana a despertarme a una cafetería. He estado
leyendo un rato porque estoy tomando notas para escribir un Manifiesto sobre el desamor, aunque también
me dedico a recopilar diferentes teorías sobre la muerte. Por eso me he fijado
en la gente de la terraza, sobre todo en aquellos que fumaban, y en su forma de
tirar las cenizas al suelo, como si vertieran a un familiar a las aguas del
Mediterráneo.
Después me he encontrado a mi vecina checa en el rellano. Me
ha dicho que ayer, con el frío de la mañana, pensó en difuminarse, y que recordaba
una película de Woody Allen en la que un actor cada vez que salía en pantalla aparecía
desenfocado, y que quizás fuera eso lo más parecido a echarse a un lado, al derecho
a apartarse de un artista. También me ha contado que de pequeña entró a ver a
su tío muerto, y que desde entonces le parece que todos los muertos tienen cara
de no me molestes. A veces lo recuerda en sueños, porque ella también duerme
mal y a destiempo, y que cuando lo consigue tiene sueños raros: ¿Tú también ves
en fila a todos los ahogados del Moldava?
Escribe Zambra que la muerte admite bromas, los cadáveres,
no. Un cadáver es la muerte menos la broma.
En casa he estado leyendo sobre las «obras de arte que
cuelgan de las paredes como mariposas atravesadas por un alfiler. Quieren
convencernos de que alguna vez volaron». Y después ese gesto de Luigi Amara:
Llevar flores a los museos como se llevan a los cementerios.
Hubo un tiempo que pensé que Rainer Maria Rilke era una
mujer. Y que Arthur Rimbaud y Arthur Rimbaud muerto eran la misma persona.