Si dejo un libro a medias, doblo una esquina por si algún día vuelvo. Hay cosas definitivas, como el vecino que cayó desde el ático y nos dejó a todos mudos. La primera vez que estuve en Arles, empecé a amar una cierta geografía. Me gustan las personas que a Samuel Beckett lo llaman Sam. También me gustan las páginas intermedias de un libro; un perro que te recuerde, como el de Ulises en la Odisea; un árbol; un árbol seco. Se produce un ruido excepcional cuando un vecino cae desde un ático. Es un ruido raro pero inconfundible. Si otro vecino cayera desde un ático, podría decir, sin dudar, que es otro vecino cayendo. Tras el estampido inicial se escucha como un suspiro. Me han dicho que soy esquivo como el ojo de Sartre. Ayer, en el tren, pensé en cosas insignificantes. Ahora pasan unas nubes. Para escribir la serie Autorretrato leo siempre la primera página del libro del mismo nombre de Édouard Levé donde dice que describir con precisión su vida le llevaría más tiempo que vivirla. Esa frase me recuerda el mapa del imperio de Borges, que acaba teniendo el mismo tamaño que el imperio. Si tuviera un perro, lo llamaría Charonte, con acento francés. El 47% de lo que escribo aquí es zozobra. Me interesa todo lo de Aldo Moro; el reactor número 4 de Chernóbil; el origen de las palabras. También todo lo de Olof Palme, el árbol sueco; lo de Mathias Rust aterrizando su avioneta en la Plaza Roja de Moscú; lo de «John Ford, John Ford y John Ford». Hay días que se me pone un nudo en la garganta, como a Isadora Duncan. Estoy escribiendo un Manifiesto sobre el desamor porque el amor es un jaleo. Ahora ya no hace tanto frío pero en mi Stalingrado interior las ruinas no me dejan ver el bosque.
La bañera de Moby Dick
sábado, 8 de abril de 2023
Autorretrato IV

lunes, 15 de agosto de 2022
Desde las ventanas de los cuadros de Vermeer
sábado, 19 de marzo de 2022
Sobre el amor, 20:35 de la tarde
Siempre me fijo en las personas que estamos ahí, esperando, por
la mañana, por si alguno pone cara de saltar. Cuando un tren llega antes de la
hora, a todos nos coge por sorpresa, incluso a los suicidas. Como me he sentado
al lado de una mujer que decía que dormía mal y que tenía que luchar —malditos
ingleses— contra esa manía de tomar té por la tarde, me ha parecido Juana de
Arco. Entonces he pensado en Rouen, quizás la ciudad más bonita por la que pasa
el Sena, y he recordado que una vez comí en un pub al lado de Le Gros-Horloge, cerca
de la place du Vieux-Marché y viendo, desde la terraza, a lo lejos, la catedral
de piedra tan blanca como el esperma de una ballena. Mientras en el tren, a mi
izquierda, un hombre tenía el aspecto firme de haber leído un poema de
Baudelaire.
Un poco antes, de camino a la estación me he encontrado a mi vecina checa, que volvía de trabajar. Como ha visto que llevaba en la mano El libro de todos los amores, de Fernández Mallo, me ha dicho que a ella no le interesa la naturaleza de lo universal, que el mal está en los detalles. Con esas primeras palabras de la mañana, ya en el tren, he empezado a leer unas páginas del libro, que es un catálogo de todos los tipos de amores pero no sólo eso. Escribe Fernández Mallo que en la película An unmarried woman, una mujer que cena con sus amigas, suspira y dice: «Echo de menos los orgasmos rápidos a la antigua». Mientras leía, he pensado en un libro que me regaló Gema que es una pequeña maravilla: Sobre el Amor, basado en Sobre el Estado, de Lenin, en el que el autor sustituye, en todo el texto de la conferencia que pronunció Lenin en la Universidad de Sverdlov en 1919, la palabra Estado por la palabra Amor. Recuerdo que cuando lo leí, lo que hice fue sustituir la palabra Amor por Desamor, y todo empezaba a tener más sentido: «Los hombres se dividen en gobernados y en especialistas en gobernar, que se colocan por encima de la sociedad y son llamados gobernantes, representantes del Desamor».
