domingo, 6 de diciembre de 2020

Autorretrato II


A veces me muerdo un poco el labio para no sentirme tan solo. Cuando conozco a alguien, en algún momento acabo preguntándole si tiene alguna teoría sobre la muerte que pueda aportarme. Hace un poco de frío esta mañana. En el colegio era fan de la segunda guerra púnica. Como hubo un tiempo que leía y luego hacía lo que leía, una vez pensé en ir a Venecia para morir en Venecia. Un día moriré en Honfleur. Recuerdo que en una plaza de Rennes nos sentamos en una terraza y, entre café y café, sacábamos de la bolsa una botella de calvados que habíamos comprado en Caen. Ahora puedo decir que de aquella noche extraña Brodsky diría que fue «una fantasía decadente, pero si a los veinte años uno no es decadente, ¿cuándo va a serlo?». Me salto los paréntesis mientras leo. No he leído todavía a Joyce. Deberíamos ponernos en la piel sin vida de los demás cambiando de opinión una vez al día. Me he fijado en una noticia sobre un extraño resplandor cósmico proveniente del espacio profundo y que emite una luz, de tal manera que, si se apagarán todas las estrellas y ningún cuerpo reflejara luz, esa otra luz seguiría ahí. Y estas cosas me parecen una maravilla. Cuando alguien dice Pascal, automáticamente digo en voz alta: Blaise Pascal. Me gusta cuando Curzio Malaparte escribe que estaba atardeciendo y el mar se volvió poco a poco del color del vino, que es el color del mar en Homero. Me interesan las épocas intermedias porque siempre vivo en un período de entreguerras. No sé muy bien por qué me gusta Beckett; es así, no sé qué espero de Beckett: en Beckett no sé qué. Leo a Bolaño poniendo voz de Bolaño. Porque hay una memoria de las voces. Tengo pocas ideas pero las repito bien. Si algo me contraría pongo los labios como para dar un beso.

domingo, 1 de noviembre de 2020

Papeles falsos

Anoche estuve un rato mirando desde la ventana, porque encuentro en las ventanas una forma de simplificar todas las complicaciones que me envía la realidad. Es justo en ese punto que dar un paso al frente también es viajar pero de otra forma. Estuve pensando cuando, hace ya unos años, le dije que lo que tengo dentro de la cabeza es mi Stalingrado interior, y me respondió que a ella no le importaría vivir en esa ciudad, porque si aquello eran las ruinas de una ciudad en la que había que ir con cuidado con los cascotes tirados por la calle, que afuera, en la vida real, también había que ir con cuidado con los coches. También anoche comencé a leer Papeles falsos, de Valeria Luiselli, y que sólo con las primeras siete páginas podría darme ya por satisfecho. Porque son una maravilla llena de muertos. En esas primeras páginas —Cimitero de San Michele—, Luiselli busca la tumba de Brodsky en la isla de San Michele, en Venecia. Era normal que escribiendo sobre Brodsky y sobre Venecia, Luiselli se refiriera a Marca de agua. A mí me gusta mucho ese libro de Brodsky, porque hay libros que fijan algunas ideas. Cuando Valeria encuentra la tumba del ruso, sobre la que había chocolates, plumas y flores, ve a una anciana cargada con bolsas de mercado parada frente a la tumba de Ezra Pound. Anoche, mientras miraba por la ventana, pensé que a veces parece que me arrastro por el suelo en lugar de caminar, como si estuviera afectándome el espíritu de un cocodrilo. Además, como me gustan las agrupaciones literarias raras, busqué un texto de Luigi Amara en el que explica cómo, junto con un grupo de amigos, crearon la Internacional Bostezante, cuya idea central era perfecta: «Estropear todo momento, cualquier ocasión de regocijo y esperanza, de felicidad y aun tristeza, con la dinamita temible del bostezo». Y que el fin de La Internacional Bostezante era volverse odiosos a fuerza de abrir constantemente la boca y comportarse como un pez. Aquello me pareció una idea legítima. Luego volví a las primeras páginas de Papeles falsos, cuando la anciana que estaba parada junto a la sepultura de Pound se acerca a la de Brodsky y «con toda tranquilidad», como si fuera una rutina, empieza a guardarse los chocolates que le habían dejado al ruso. También luego se guardó las plumas y los lápices. Y entonces Luiselli le pregunta si había conocido a Brodsky o si lo había venido a visitar. «No, no —le dijo— sono venuta per visitare el mio marito, Antonino. Credo que Brodsky era un famoso poeta, ma non tanto come il bello Ezra»  

domingo, 18 de octubre de 2020

De los pechos pequeños y muy blancos de Hélène

Que soy partidario del desamor porque es algo que permite aprovechar el tiempo libre que queda después de trabajar. Ayer por la tarde me encontré a mi vecina checa en el rellano. Como le conté mi teoría del desamor, me explicó que cuando ella quiso romper con su novio le dijo que le iba a decir indirectas. Y así se lo dijo porque había llegado el momento, y que a partir de entonces se dedicó a viajar, que para ella es otra manera de decir adiós. También me contó que hizo otro tipo de excursiones, y que así conoció a Hélène, la única mujer con la que se ha acostado. Recuerda que Hélène tenía los pechos pequeños y muy blancos, y que ella los succionaba como si de allí fuera a salir ginebra. Y aunque con ella estuvo sólo una noche, en la que bebieron de manera que sólo los poetas podrían entender —y no todos los poetas—, aprendió que hay mujeres que son como viajes al extranjero aunque sólo se esté con ellas unas horas. Entonces le dije que hay una forma de viajar que es ir muchas veces a los mismos sitios, y que cuando en un viaje me atrae un lugar, lo primero que pienso es que me gustaría establecerme allí, como si viajara para encontrar sitios donde vivir —salvo en Honfleur, que es donde un día volveré para morir—; y que si fuera valiente y tuviera posibilidad, permanecería en una ciudad sólo hasta que las relaciones con la gente me condicionaran, que entonces desaparecería. Por lo que sé, está claro que me pasa con las ciudades lo mismo que explica Alejandro Zambra en Bonsái, que elude las relaciones serias, se esconde no de las mujeres sino de la seriedad. Ya saliendo del  ascensor, y mientras nos despedíamos, mi vecina me dijo algo así como que aunque a veces coincidía con varios a la vez, ella siempre ha sido fiel a sus amantes.

domingo, 13 de septiembre de 2020

La hierba de las noches

Fue en el piso de arriba. Un vecino se colgó. Hace ya unos años de ello pero si lo pienso, todavía lo imagino ahí, balanceándose. Y luego aquel grito, cuando apareció un familiar porque hacía unos días que no lo veían. Un quejido de muerte. Que a veces hay pensamientos que son los bajos fondos de los pensamientos. He recordado esto porque estoy leyendo La hierba de las noches, y porque escribe Modiano sobre un personaje que esperaba a que lo interrogaran en el despacho de un edificio del muelle de Gesvres. «Yo me decía a mí mismo que a lo mejor, en ese despacho, estaba en el lugar exacto en que se ahorcó Gérard de Nerval».

Como estoy elaborando una lista de zonas literarias para no sé qué, en este libro he encontrado otro territorio: «el 66», el único café que no cierra de noche y en el que Jean, el personaje de Modiano, entra cuando pierde el último tren de la estación de Le Luxembourg. Este café me ha recordado el barrio de After Dark, de Murakami, que también quedaba aislado de noche cuando acababa el servicio de metro. Son lugares en los que no sabes si no se puede entrar o, en algún momento, no podrás salir, como la fortaleza de El desierto de los tártaros. Sé que también hay zonas así en la cabeza que, aunque no se ven, también son espacios frontera.

He visto que el muelle de Gesvres, está frente a la Île Saint-Louis, una de las islas del Sena. Anoche leí en El libro de las aguas, de Limónov, que Charles Baudelaire vivió ahí, en el Hotel de Lauzun. A Nerval lo encontraron en la rue de la Vieille-Lanterne, y aunque se pensó que podía haber sido asesinado, Baudelaire tenía claro que Nerval murió de lo que murió, y que «lo hizo para librar su alma en la calle más oscura que pudo encontrar». 

domingo, 30 de agosto de 2020

El viaje vertical


Me gustaría volver a Lisboa y, como la primera vez, llegar allí pensando que todos los hombres debían de parecerse a Pessoa y todas las mujeres a Maria de Medeiros. Aunque una vez allí abandoné la idea porque el primer hombre que me encontré, un taxista que cogí en el aeropuerto, vi que se parecía más a Francis Ford Coppola, lo cual no tenía ningún sentido. La primera vez que llegué a Lisboa era invierno porque hacía un frío invernal. Durante la primera noche pensé que yo también hubiera querido tener en aquel momento un abrigo de marino, como el de Limónov, de oficial del acorazado Potemkin. Aunque quizás no fuera invierno, sino sólo una noche de primavera después de salir de escuchar fados, que aunque deberían de emocionar, a mí me dejaron un poco frío. He pensado en Lisboa porque estoy leyendo El viaje vertical, de EVM. En algunos libros de EVM el personaje sale de Barcelona, se va, desaparece, huye: a Oporto-Lisboa-Madeira, a París, a Dublín, a Kassel. Son personajes que podrían apropiarse de la definición que en Viva, el libro de Patrick Deville, se hace de Trotski: El jefe en fuga del Ejército Rojo. Son personajes a la fuga. Y he pensado en Lisboa porque me gustaría volver allí y, como la primera vez, me gustaría llegar por la mañana, temprano: la gente a primera hora es más amable porque aún no ha acabado de despertarse del todo. Cualquier viaje es darse un poco a la fuga pero sabiendo que luego vas a volver, como un cobarde. Algún día quisiera empezar un viaje con su salida pero sin su regreso. Algo así como matar a Ulises. Y ver entonces, cada día, el amanecer en Lisboa. Creo que eso es en sí una filosofía. Y por eso sé que tengo una filosofía pero también tengo un vacío. 

miércoles, 19 de agosto de 2020

Cuando la muerte te toca de lejos parece otra (VI)

Que parece que al ser innecesario, algunos días, sin poner ningún medio, me levanto temprano. Pero es una percepción subjetiva: al parecer hoy me he levantado temprano. Y me he levantado pensando en la muerte. 

Escribe Masoliver Ródenas que les entraron ganas de mear en el cementerio. «¿Vamos a la tumba de Atento?» «No, con los amigos no me atrevo, por cabrones que hayan sido. Yo me meo aquí mismo, en la tumba del cadáver desconocido»

Que he calculado que me quedan 1.400 libros por leer antes de que llegue el momento.

Escribe C. sobre alguien que se acaba de morir: Se ha vuelto indiferente.

¿Quién no ha tenido alguna vez delirios de franqueza frente a un cadáver?

Escribe Malaparte que en el cementerio, sobre la tumba de un estudiante, se leía el siguiente epígrafe medio borrado por los años: «Dios ha interrumpido sus estudios para enseñarle la verdad»

Que he estado dos veces en Honfleur. La segunda vez pensé que sólo volvería allí para morir, como el Sena.

Escribe Anna Carreras sobre la escritura sin firma. El grado cero de la literatura. La muerte del sujeto (cuando el sujeto es afrancesado, media muerte)

Si la primera vez que estuve en París, lo primero que hice, sin prepararlo, ya que estaba ahí, fue ir al cementerio de Montmartre, lo primero que hice en Arles fue visitar los Alyscamps, una necrópolis romana con unas tumbas abiertas que parecían maceteros.

Con Pascal Quignard los hechos suceden como sucedían en la mitología griega. No se sabe muy bien por qué, pero suceden y te los crees. Lucilla rechaza una baya, pequeñita, estropeada, y la rechaza con asco. «Por ese motivo los hombres mueren». Pero el Amo de las bayas le dice a Hardnit que para no morir debe cantar una cancioncita que favorece los arándanos. Pero ya no se conoce la letra, esa costumbre se abandonó.

Escribe C. que morir es convertirse de repente en objeto.

sábado, 1 de agosto de 2020

Sur le Pont de Mirabeau



Me gusta la gente que no tiene motivos, que va haciendo pero sin saber para qué. Hace ya años pensaba que desde mi habitación, al anochecer, cuando todo se calmaba, se podía escuchar el mar. Aquello era un rumor constante. Aunque después supe que aquel ruido venía de la calle, de un transformador eléctrico, porque una noche se fue la luz, y se apagaron las luces y también las olas. Luego, con el tiempo, de DeLillo aprendí que el ruido de fondo que se escucha es un ruido uniforme, omnipresente: «Es el temor a la muerte». En definitiva, un jaleo. Por eso el otro día pensé en Paul Celan, en el día que se lanzó Celan al Sena, y en que cuando llegó a París se cambió de nombre  —su nombre real era Paul Pésaj Antschel—, porque así pensaba que sería más francés que un cruasán. Aunque más tarde se dio cuenta que ese gesto carecía de importancia: no hay nada más francés que morir ahogado en el Sena. Y como estoy leyendo Primavera negra, de Henry Miller, que es otro de sus libros en que se confunde su yo con la ficción, he leído un párrafo que me ha parecido una maravilla. Si yo fuera poeta, que no lo soy, porque soy de todo un poco, le daría a Miller el valor que tiene: «Yo, y esto que pasa por debajo de mí, y esto que flota encima de mí y todo lo que de mí surge, yo y esto, yo y eso unidos en un movimiento continuo, este Sena y todos los Senas cruzados por un puente significan el milagro de un hombre que los cruza en bicicleta». Y que eso sería aún más francés que lanzarse desde el puente de Mirabeau para después morir ahogado en el Sena: llegar a él en bicicleta.

Que en un libro no me fijo en los grandes temas sino en las pequeñas cosas, que es donde pasan las cosas. Por eso también estoy leyendo Kaputt, de Curzio Malaparte. Cuenta Malaparte que los caballos de la artillería soviética, huyendo de un fuego en el bosque cerca de Leningrado, entraron en el lago Ládoga mientras el viento del Norte lo estaba congelando, convirtiéndose en una plancha de mármol blanco sobre la que sólo sobresalían cientos de cabezas heladas de caballos que permanecerían así todo el invierno. También explica Malaparte que después que se decretará la demolición del antiguo cementerio, De Foxá y sus amigos escritores fueron una noche a visitarlo. Algunas tumbas habían sido abiertas y vaciadas, y los muertos estaban a la vista. Entonces encontraron a un joven marinero que había muerto por azar en Madrid, lejos del mar. «Miralles depositó sobre el pecho del muerto una hoja de papel en la que había dibujado a lápiz una barca, un pez y algunas olas»

viernes, 10 de julio de 2020

Se lanzó Celan al Sena



Como he dejado sobre la mesa un papel con la sinopsis del Manifiesto sobre el desamor que estoy escribiendo, he bajado a tomar algo a una terraza que descubrí hace años frente al cementerio. Hace ya tiempo encontré en esa terraza a una novia vestida de novia, descalza, que lloraba. Hay gente que llora cerca de un cementerio porque así nadie le presta atención. Pero aquella novia vestida de novia tenía la belleza rota de las tazas del desayuno. Mientras esperaba, he pensado que a veces estoy en París pero no se ve, porque hay cosas que pasan por dentro. Entonces ha salido el camarero y le he pedido un café. Como ha tirado algo sobre la mesa he creído que era un cruasán. Por las mañanas a primera hora cualquier cosa me parece un cruasán.

Mientras tomaba el café he pensado que los cementerios tendrían que construirse siguiendo el eje Este-Oeste. La puerta de entrada orientada hacia el Este, por donde sale el sol, y la parte de atrás del cementerio hacia el Oeste, hacia el ocaso. Pero no es así. El único criterio era situarlos lejos. De ahí que los cementerios estén desorientados. Por eso los muertos no se acaban de ir del todo.

Después me he acordado de Celan, y que cuando se arrojó al Sena escogió el puente de Mirabeau, el punto exacto que aparece en la balada de Apollinaire. Para Steiner, Celan escogió ese lugar porque estaba situado bajo las ventanas de la habitación en la que Tsvietáieva pasó su última noche antes de regresar a la desolación y la muerte en la Unión Soviética. Creo que en un momento así uno no piensa en Apollinaire, que Celan saltó desde el puente de Mirabeau, que no es un lugar muy bonito pero estaba cerca de su casa. Y como ya no quedaba nadie en la terraza he repetido en voz baja una frase que tal como la iba pronunciando me parecía una consigna dadaísta: «Se lanzó SELÁN al Sena».

sábado, 20 de junio de 2020

La leyenda del santo bebedor



Que soy de los que cuando ven una ventana abierta miran hacia abajo a ver si alguien ha tomado ya alguna decisión. A veces pasan esas cosas y te encuentras que se ha llegado a una idea, a una conclusión revolucionaria; alguien ahí, tirado al sol, caído sobre el pavimento, como en la playa, como en Mayo del 68. Porque en todo lo irreflexivo hay algo de verdad pero no se sabe el qué. Y como he estado leyendo, me he puesto a escribir aquí. Después ha bajado mi vecina checa. Me ha leído lo último que ha escrito. Ella escribe poesía porque tiene esa capacidad de abstracción que otros sólo consiguen con las matemáticas. A veces no entiendo lo que me lee, pero es porque trato de encontrarle sentido a cada frase y, cuando creo que puedo entenderla, ella ya casi ha terminado. Pero a mí me gusta la brevedad en la poesía porque así luego pasamos a otra cosa. Me ha contado historias de su familia y que cuando llegaba de fiesta a su casa de madrugada, encontraba a su madre leyendo a Rilke y bebiendo ginebra, y que aunque su madre la miraba y tenía la intención de decirle cuatro cosas, era incapaz de juntar más de tres palabras, y que entonces lloraba y miraba a Rilke como si Rilke tuviera algo que ver en todo eso. Le he explicado que estos días he estado leyendo Black Out, de María Moreno, y que María escribe que bebían ginebra porque querían escribir, que comprendían que en su literatura la ginebra es estructural. Le he dicho que a lo mejor en su familia la ginebra ha sido también desde siempre algo estructural, y que contra eso lo único que se puede hacer es beber y escribir. Y como eso es lo que he pensado en ese momento, hemos bebido un poco pero sin caer en el demasié.

Anoche acabé de leer La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth. En algunos libros, como en este, las cosas pasan con facilidad. Hay una continuidad. Puede pasar algo malo o no, pero, si pasa, es algo que, evidentemente, tenía que pasar. Los libros así me simplifican la vida: busco la sencillez en las cosas. También busco en otras cosas la belleza. Porque pienso que todo es demasiado complicado, que desde primera hora de la mañana ya todo son interpretaciones, y que los espejos deberían limitarse a mostrar la verdad.

sábado, 6 de junio de 2020

Molloy



Que me he levantado temprano hoy para ver amanecer sin prisas, y ha sido como si no quisiera acabar de amanecer del todo. Me pasa a primera hora del día como cuando leo las primeras páginas de cualquier libro, que las leo lentamente, o las releo, como si no entender esas páginas implicara ya no entender nada de todo el libro. Luego he ido a una terraza a desayunar. Mientras me tomaba el café he pensado que algún día viviré en París, que es algo así como ir viviendo ya. También pienso que viajar es comunicarse, aunque sólo he escrito una postal en mi vida estando de viaje. Fue en Galway, pero no recuerdo a quién se la envié.

He acabado estos días de leer a Beckett. Hay un momento que Molloy camina por el bosque y se encuentra en una encrucijada en forma de estrella, con varios senderos. Y entonces da una vuelta completa sobre sí mismo. O parte de una vuelta; en general, camina sin parar hacia una ciudad, pero no recuerda el nombre de esa ciudad. Cómo me ha gustado esto. Me ha parecido un cuento de Lewis Carroll. Cuando el personaje de un libro, como Molloy, de Beckett, camina sin saber hacia dónde, eso debería de bastar. Aunque después he estado buscando más información. Y he llegado a Descartes, a la tercera parte del Discurso del método, cuando escribe que los caminantes extraviados en un bosque deben dirigirse siempre lo más derecho que puedan hacia un sitio fijo, sin cambiar de dirección por leves razones, aunque esa dirección la haya determinado el azar, «pues de este modo, si no llegan precisamente adonde quieren ir, por lo menos acabarán por llegar a alguna parte, en donde es de pensar que estarán mejor que no en medio del bosque». Molloy, en cambio, sabiendo que en el bosque cuando uno cree avanzar en línea recta no hace más que describir círculos, pone su mejor voluntad en describir círculos, con la esperanza de avanzar así en línea recta. Y como asocio libros que no tienen ninguna relación —cosa que no me pasa con las personas, que no asocio unas con otras porque las personas cambian y tener que modificar esas asociaciones me desorienta—, he recordado la idea de Moran, en la segunda parte del libro de Beckett, de que las cosas por la noche parece que cobran vida, y al amanecer, «las cosas vuelven a ocupar solapadamente su posición diurna, se instalan, se hacen el muerto», y la he relacionado con Limbo, de Fernández Mallo, cuando escribe que los objetos sobreactúan. Y que la muerte acontece cuando los objetos dejan de sobreactuar para nosotros.


sábado, 16 de mayo de 2020

Autorretrato


Hubo un tiempo que leía y luego hacía lo que leía. A veces convierto las cosas en rutinas, como la amistad. Leo algunas páginas de Del dolor y la razón, de Joseh Brodsky, después de leer un libro muy potente y no saber con qué libro continuar. Es un libro impasse. Hoy me he levantado con capacidad para decir No. Ahora llueve. Me pasa un poco como a Édouard Levé en Autorretrato: las historias de amor me aburren. Siempre he sido muy del Tour de Francia y de llevar piedras en los bolsillos, como Virginia Woolf. Hubo un tiempo que podía decir sin parar, de Pirineos a Alpes, todos los puertos de categoría especial del Tour de Francia. Y que en los Alpes, la Croix de Fer me sonaba a la condecoración máxima de un soldado después de muerto. Cuando veo una foto hecha desde el espacio pienso que sólo se ve lo que, en un momento u otro, permanecerá; en general, perdurarán las cosas inmóviles, las que están enganchadas a la corteza terrestre. Me gusta decir Svaig, por Stefan Zweig, y lo repito como si fuera algo hipnótico: Svaig, Svaig. Si hay otras personas delante, entonces digo Zueig. Me gustan las cosas que no tienen importancia: la forma del Mar Negro es como Australia pero en pequeño. No llamo mujer a las mujeres, porque no me sale, y digo chica. Tampoco digo hombre a los hombres, digo tío. Mi mundo está formado por chicas y tíos, como una película quinqui de los ochenta. No he leído todavía Ulysses, de Joyce, porque la cobardía tiene muchas excusas. Recuerdo que un profesor, el primer día de clase, nos vino a decir que un enunciado puede ser verdadero y falso a la vez, a condición de asignar un grado a la verdad y un grado a la falsedad. A mí La Sorbonne siempre me ha sonado a bar de alterne. Me gustan los libros de ciencia-ficción en los que desaparece casi toda la población quedando sólo alguna pequeña comunidad. En el libro La Tierra permanece, de George R. Stewart, la pequeña comunidad que sobrevive genera una nueva mitología: mueren todos los antiguos dioses. Estos últimos días estoy un poco cansado, y me he reservado Molloy, de Beckett, para el fin de semana. Qué afortunados los que dicen que hoy se han levantado con una canción en la cabeza y que no tienen forma de sacársela. Yo llevo así diez años.