sábado, 6 de junio de 2020

Molloy



Que me he levantado temprano hoy para ver amanecer sin prisas, y ha sido como si no quisiera acabar de amanecer del todo. Me pasa a primera hora del día como cuando leo las primeras páginas de cualquier libro, que las leo lentamente, o las releo, como si no entender esas páginas implicara ya no entender nada de todo el libro. Luego he ido a una terraza a desayunar. Mientras me tomaba el café he pensado que algún día viviré en París, que es algo así como ir viviendo ya. También pienso que viajar es comunicarse, aunque sólo he escrito una postal en mi vida estando de viaje. Fue en Galway, pero no recuerdo a quién se la envié.

He acabado estos días de leer a Beckett. Hay un momento que Molloy camina por el bosque y se encuentra en una encrucijada en forma de estrella, con varios senderos. Y entonces da una vuelta completa sobre sí mismo. O parte de una vuelta; en general, camina sin parar hacia una ciudad, pero no recuerda el nombre de esa ciudad. Cómo me ha gustado esto. Me ha parecido un cuento de Lewis Carroll. Cuando el personaje de un libro, como Molloy, de Beckett, camina sin saber hacia dónde, eso debería de bastar. Aunque después he estado buscando más información. Y he llegado a Descartes, a la tercera parte del Discurso del método, cuando escribe que los caminantes extraviados en un bosque deben dirigirse siempre lo más derecho que puedan hacia un sitio fijo, sin cambiar de dirección por leves razones, aunque esa dirección la haya determinado el azar, «pues de este modo, si no llegan precisamente adonde quieren ir, por lo menos acabarán por llegar a alguna parte, en donde es de pensar que estarán mejor que no en medio del bosque». Molloy, en cambio, sabiendo que en el bosque cuando uno cree avanzar en línea recta no hace más que describir círculos, pone su mejor voluntad en describir círculos, con la esperanza de avanzar así en línea recta. Y como asocio libros que no tienen ninguna relación —cosa que no me pasa con las personas, que no asocio unas con otras porque las personas cambian y tener que modificar esas asociaciones me desorienta—, he recordado la idea de Moran, en la segunda parte del libro de Beckett, de que las cosas por la noche parece que cobran vida, y al amanecer, «las cosas vuelven a ocupar solapadamente su posición diurna, se instalan, se hacen el muerto», y la he relacionado con Limbo, de Fernández Mallo, cuando escribe que los objetos sobreactúan. Y que la muerte acontece cuando los objetos dejan de sobreactuar para nosotros.


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