Una vez, en Arles, en les Alyscamps, una necrópolis romana, en las tumbas de piedra, abiertas como maceteros, me senté a descansar un rato hasta que vino un guardián. En todos los sitios donde hay muertos hay guardianes.
Escribe C.: «¡La muerte, qué deshonor! Convertirse de
repente en un objeto».
Leo que en la rue des Écoles, donde fue atropellado Barthes,
hubo durante mucho tiempo una pintada que decía: «DISMINUYA LA VELOCIDAD,
PODRÍA ATROPELLAR A ROLAND BARTHES». Barthes vivía en el sexto piso de la rue
Servandoni, desde donde lanzó la costilla que le quitaron en 1945 en Leysin
cuando le hicieron un neumotórax extrapleural. He leído que la furgoneta de una
lavandería fue la causante del atropello mortal, y que Barthes venía de
almorzar con Mitterrand. Desde su casa en la rue Servandoni hasta la rue des
Écoles hay seis minutos caminando.
Escribe José Vidal Valicourt que hay quienes afirman que si
se matan es por una curiosidad superior: quieren saber qué hay en ese
territorio llamado muerte, qué demonios está cociéndose en la nada.
Dice mi vecina checa que tiene ganas de que llegue el mes de
julio para bajar a casa y poder ver una etapa del Tour en diferido, y que suban el Mont Ventoux, que es uno de nuestros puertos preferidos, junto a la Croix de
Fer, que siempre nos suena a la condecoración máxima de un soldado después de
muerto.
Yo vine aquí sólo a escribir sobre la muerte y he acabado
escribiendo sobre lo que no comprendo.
Leo que «al día siguiente de la muerte de Gide, Mauriac
recibió este telegrama: El infierno no existe. Suéltate la melena. Stop.
Gide»
Escribe Lispector, seca: «Muerte, te odio».