Anoche acabé de leer La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth. En algunos libros, como en este, las cosas pasan con facilidad. Hay una continuidad. Puede pasar algo malo o no, pero, si pasa, es algo que, evidentemente, tenía que pasar. Los libros así me simplifican la vida: busco la sencillez en las cosas. También busco en otras cosas la belleza. Porque pienso que todo es demasiado complicado, que desde primera hora de la mañana ya todo son interpretaciones, y que los espejos deberían limitarse a mostrar la verdad.
sábado, 20 de junio de 2020
La leyenda del santo bebedor
sábado, 6 de junio de 2020
Molloy
He acabado estos días de leer a Beckett. Hay un momento que Molloy camina por el bosque y se encuentra en una encrucijada en forma de estrella, con varios senderos. Y entonces da una vuelta completa sobre sí mismo. O parte de una vuelta; en general, camina sin parar hacia una ciudad, pero no recuerda el nombre de esa ciudad. Cómo me ha gustado esto. Me ha parecido un cuento de Lewis Carroll. Cuando el personaje de un libro, como Molloy, de Beckett, camina sin saber hacia dónde, eso debería de bastar. Aunque después he estado buscando más información. Y he llegado a Descartes, a la tercera parte del Discurso del método, cuando escribe que los caminantes extraviados en un bosque deben dirigirse siempre lo más derecho que puedan hacia un sitio fijo, sin cambiar de dirección por leves razones, aunque esa dirección la haya determinado el azar, «pues de este modo, si no llegan precisamente adonde quieren ir, por lo menos acabarán por llegar a alguna parte, en donde es de pensar que estarán mejor que no en medio del bosque». Molloy, en cambio, sabiendo que en el bosque cuando uno cree avanzar en línea recta no hace más que describir círculos, pone su mejor voluntad en describir círculos, con la esperanza de avanzar así en línea recta. Y como asocio libros que no tienen ninguna relación —cosa que no me pasa con las personas, que no asocio unas con otras porque las personas cambian y tener que modificar esas asociaciones me desorienta—, he recordado la idea de Moran, en la segunda parte del libro de Beckett, de que las cosas por la noche parece que cobran vida, y al amanecer, «las cosas vuelven a ocupar solapadamente su posición diurna, se instalan, se hacen el muerto», y la he relacionado con Limbo, de Fernández Mallo, cuando escribe que los objetos sobreactúan. Y que la muerte acontece cuando los objetos dejan de sobreactuar para nosotros.