sábado, 20 de junio de 2020

La leyenda del santo bebedor



Que soy de los que cuando ven una ventana abierta miran hacia abajo a ver si alguien ha tomado ya alguna decisión. A veces pasan esas cosas y te encuentras que se ha llegado a una idea, a una conclusión revolucionaria; alguien ahí, tirado al sol, caído sobre el pavimento, como en la playa, como en Mayo del 68. Porque en todo lo irreflexivo hay algo de verdad pero no se sabe el qué. Y como he estado leyendo, me he puesto a escribir aquí. Después ha bajado mi vecina checa. Me ha leído lo último que ha escrito. Ella escribe poesía porque tiene esa capacidad de abstracción que otros sólo consiguen con las matemáticas. A veces no entiendo lo que me lee, pero es porque trato de encontrarle sentido a cada frase y, cuando creo que puedo entenderla, ella ya casi ha terminado. Pero a mí me gusta la brevedad en la poesía porque así luego pasamos a otra cosa. Me ha contado historias de su familia y que cuando llegaba de fiesta a su casa de madrugada, encontraba a su madre leyendo a Rilke y bebiendo ginebra, y que aunque su madre la miraba y tenía la intención de decirle cuatro cosas, era incapaz de juntar más de tres palabras, y que entonces lloraba y miraba a Rilke como si Rilke tuviera algo que ver en todo eso. Le he explicado que estos días he estado leyendo Black Out, de María Moreno, y que María escribe que bebían ginebra porque querían escribir, que comprendían que en su literatura la ginebra es estructural. Le he dicho que a lo mejor en su familia la ginebra ha sido también desde siempre algo estructural, y que contra eso lo único que se puede hacer es beber y escribir. Y como eso es lo que he pensado en ese momento, hemos bebido un poco pero sin caer en el demasié.

Anoche acabé de leer La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth. En algunos libros, como en este, las cosas pasan con facilidad. Hay una continuidad. Puede pasar algo malo o no, pero, si pasa, es algo que, evidentemente, tenía que pasar. Los libros así me simplifican la vida: busco la sencillez en las cosas. También busco en otras cosas la belleza. Porque pienso que todo es demasiado complicado, que desde primera hora de la mañana ya todo son interpretaciones, y que los espejos deberían limitarse a mostrar la verdad.

sábado, 6 de junio de 2020

Molloy



Que me he levantado temprano hoy para ver amanecer sin prisas, y ha sido como si no quisiera acabar de amanecer del todo. Me pasa a primera hora del día como cuando leo las primeras páginas de cualquier libro, que las leo lentamente, o las releo, como si no entender esas páginas implicara ya no entender nada de todo el libro. Luego he ido a una terraza a desayunar. Mientras me tomaba el café he pensado que algún día viviré en París, que es algo así como ir viviendo ya. También pienso que viajar es comunicarse, aunque sólo he escrito una postal en mi vida estando de viaje. Fue en Galway, pero no recuerdo a quién se la envié.

He acabado estos días de leer a Beckett. Hay un momento que Molloy camina por el bosque y se encuentra en una encrucijada en forma de estrella, con varios senderos. Y entonces da una vuelta completa sobre sí mismo. O parte de una vuelta; en general, camina sin parar hacia una ciudad, pero no recuerda el nombre de esa ciudad. Cómo me ha gustado esto. Me ha parecido un cuento de Lewis Carroll. Cuando el personaje de un libro, como Molloy, de Beckett, camina sin saber hacia dónde, eso debería de bastar. Aunque después he estado buscando más información. Y he llegado a Descartes, a la tercera parte del Discurso del método, cuando escribe que los caminantes extraviados en un bosque deben dirigirse siempre lo más derecho que puedan hacia un sitio fijo, sin cambiar de dirección por leves razones, aunque esa dirección la haya determinado el azar, «pues de este modo, si no llegan precisamente adonde quieren ir, por lo menos acabarán por llegar a alguna parte, en donde es de pensar que estarán mejor que no en medio del bosque». Molloy, en cambio, sabiendo que en el bosque cuando uno cree avanzar en línea recta no hace más que describir círculos, pone su mejor voluntad en describir círculos, con la esperanza de avanzar así en línea recta. Y como asocio libros que no tienen ninguna relación —cosa que no me pasa con las personas, que no asocio unas con otras porque las personas cambian y tener que modificar esas asociaciones me desorienta—, he recordado la idea de Moran, en la segunda parte del libro de Beckett, de que las cosas por la noche parece que cobran vida, y al amanecer, «las cosas vuelven a ocupar solapadamente su posición diurna, se instalan, se hacen el muerto», y la he relacionado con Limbo, de Fernández Mallo, cuando escribe que los objetos sobreactúan. Y que la muerte acontece cuando los objetos dejan de sobreactuar para nosotros.