lunes, 23 de diciembre de 2019

Una leve exageración


Como he estado esperando mucho tiempo en la estación, he visto cómo las palomas huyen de las gaviotas que pasan sobrevolándolas. En mi barrio las gaviotas se comen a las palomas. También me he fijado cómo se inquietan cada vez que pasa un tren y se escucha el silbido inhumano con el que se abre paso. Así podría haber silbado un oficial de las SS. Esta mañana me he sentado en un banco del andén. He estado pensando que en la literatura el estilo es lo importante y, como el estilo no es reseñable, es por eso que no leo reseñas. Llego a los libros de casualidad. Entonces he sacado de la bolsa Una leve exageración, de Adam Zagajewski, y he estado leyendo un rato. Escribe Zagajewski que cuando se escucharon los primeros bombardeos sobre Varsovia por parte de los aviones de la Luftwaffe, su padre le dijo a su madre que no se preocupara, que sólo eran maniobras: «He aquí las históricas palabras de mi padre, que, de aquella manera, prolongó quince minutos el período de entreguerras especialmente para ella». Muchas veces pienso que como todo es inestable, estamos viviendo en un constante período de entreguerras, y que cuando se llega a un equilibrio es como cuando una civilización llega a lo máximo que puede llegar, y todo lo demás es descenso. Y que ese debía de ser el sentido de lo escrito por Paul Valéry: «Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales». Mientras no llegaba mi tren he seguido leyendo sobre Józef, un excéntrico familiar, medio sonámbulo, que si sacaba alguna vez la cabeza de su habitación era sólo para ir al cuarto de baño, y lo hacía siempre en pijama. Su Oblómov particular. Un monstruo. He tenido la sensación de que todas las familias del Este tienen un personaje extraño, porque me he acordado del abuelo hipnotista de Bohumil Hrabal que, cuando los tanques alemanes se presentaron a las puertas de Praga, únicamente su abuelo fue a hacerles frente como hipnotizador, «a detener los tanques que avanzaban con la fuerza del pensamiento». Ya en el tren me he sentado al lado de una pareja. Debían de estar enamorados porque tenían la sonrisa de haber estado bebiendo absenta. No he dicho nada pero he pensado que al principio, en ese momento cegato del enamoramiento, se empiezan valorando los pequeños detalles, pero que con el tiempo uno acaba amando a grandes rasgos.

sábado, 14 de diciembre de 2019

Una cita con la Lady


He coincidido otra vez en el bar con ella, una novia vestida de novia, y seguía sentada en una silla, y lloraba. Al principio la he saludado desde lejos, con la mano, pero sabía que tarde o temprano debería de acercarme a decirle algo, como en un entierro. Luego he ido hacia su mesa y le he dicho que siempre está tan sola, y que si ha venido a llevarse a alguien. Le he explicado que cada vez que la veo por aquí no lo entiendo, pero que me quedo frío, y he recordado lo que el otro día me contó mi vecina checa, que a ella también le sucede, que cuando volvía a su casa de Praga encontraba cosas a las que no hallaba explicación: un libro de Rimbaud en el suelo, un jarro con flores volcado sobre la mesa del comedor, a su madre bebiendo hasta el amanecer. Todo en una misma noche. Entonces me ha mirado y me ha dicho que la gente realista como yo somos unos monótonos, siempre dándole vueltas a la monótona realidad, como una secta borgeana; que estamos encerrados en los libros que leemos y que cuando encontramos lo insólito en la realidad pensamos que son los demás los que están equivocados. Como me he visto empujado a contestar, le he dicho que se busque a otro, que yo no he venido a caerme muerto en este bar de mala muerte, y que me gustaría ser como Bolaño y ver en todos los poetas a la madre de la poesía mexicana. Pero no para leerla, porque soy incapaz de ello: yo no tengo sentimientos, sino para perseguirla por todos los desiertos conocidos: los que están en los mapas y en casi todas las relaciones.

Ha sido más tarde en casa cuando me he encerrado con Una cita con la Lady, de Mateo García Elizondo. Porque así empieza Mateo: «Vine a Zapotal para morirme de una buena vez». Y como me ha recordado a Rulfo, he seguido. Mateo cuenta que Mijo, su perro flaco y jodido, era el perro más listo del mundo, y que aprendió a olfatear la heroína y les encontraba a los marchantes cuando salían a la calle. Y que cuando murió Mijo, como después de un chute de la Lady no tenía ni fuerza en las piernas, lo dejó en la azotea unos días. Cuando subió era ya un montón de pelos, todo seco. «Se había aplanado tanto que parecía un tapete».

sábado, 30 de noviembre de 2019

Platonismo para el pueblo


En la calle, tantos desconocidos, y todos a la vez. Por eso, a primera hora, una cafetería siempre parece un lugar en el que se puede pedir asilo diplomático. Como he pedido un café solitario, el camarero me lo ha traído casi sin dejarse ver. Hay días que no tengo ganas de nadie. Son días en los que estoy solo pero queriendo. Entonces ha entrado una mujer y ha empezado a hablar con el camarero. Hablaba muy rápido. Por lo general, las personas que conozco por primera vez siempre me parecen que hablan una lengua extranjera. Aunque en este caso lo que he notado es que esa mujer hablaba sin comas. Era como si por la boca le saliera de forma continuada toda el agua negra y quieta de un pantano, con el miedo que me dan los pantanos. No tengo muchas normas, me dejo llevar por ideas sencillas: pongo las comas allí donde podría pararme a toser sin comprometer el sentido de la frase. Es pura intuición. No tengo mucho criterio: si toso, pongo una coma. 

Ya que anoche acabé de leer a Handke, y como siempre leo varios libros a la vez, hay momentos, como ahora, que pienso: Es hora de abrir otro frente. En cambio con el amor eso no me pasa. Soy partidario del desamor, y es entonces cuando pienso a lo grande antes de abrir ahí un nuevo frente, y no para no caer como Napoleón en mi propio invierno ruso, porque el invierno a mi Stalingrado interior no le sienta mal. Por eso me he bajado a la cafetería Una leve exageración, de Adam Zagajewski, y Saturno, de Eduardo Halfon. También he estado pensando lo atractivo que es el mito de la caverna. Se entiende perfectamente que ese pensamiento haya formado parte de la tradición europea, pero qué negativa es esa idea metafísica del Uno, de la verdad absoluta, de lo eterno, de la dualidad. Y la facilidad con la que siglos más tarde lo ligaron a la idea de dios. Y como a mí Platón siempre me cayó mal, me gusta cuando Friedrich Wilhelm N. escribe que el cristianismo es platonismo para el pueblo.  

domingo, 10 de noviembre de 2019

Porque hay lugares así




 A mí los hoteles me hacen feliz. No sé cuál fue el primer hotel en el que estuve pero recuerdo casi todas las habitaciones en las que he pasado una noche. Me gusta viajar porque es una forma de marcharse, como el personaje de Sexo, mentiras y cintas de video cuando dice que sólo tiene una llave, la del coche: «Si alquilo un apartamento tendré dos llaves, y si busco trabajo puede que necesite otra llave, más llaves. Por eso a mí me gusta tener sólo una llave». De la película de Soderbergh recuerdo las elipsis. Porque no es necesario contarlo todo. A veces no me explicaba algunas cosas; luego ya me las inventaba. Algunos días voy a comer al restaurante de un hotel que hay cerca de la estación de Sants. Es un restaurante en el que entro contento y salgo feliz. También cuando leí Kassel no invita a la lógica fui feliz. Aunque como presto más atención a otras cosas, cuando tengo que hablar de mis momentos de felicidad me veo obligado a fantasear. Recuerdo que una vez en el colegio me disfracé de Portugal. Hice ver a los que se acercaban que no entendía nada. Si me decían algo, a todos les respondía: ¿Pessoa?  

Leo en Carta breve para un largo adiós, de Peter Handke, que «algunas mujeres cuchichearon a mis espaldas noticias de muerte con delicadeza; ni siquiera cuchicheaban, sólo eran sus vestidos que crujían». Y esta frase me ha parecido muy de Juan Rulfo. 

Leo en La sabiduría de lo incierto, de Joan-Carles Mèlich, sobre Madame Bovary y sobre la mejor descripción que ha leído nunca al respecto del aburrimiento en una relación de pareja: «Se besaban a determinadas horas y ya está». Y qué bien cuando J.C. Mèlich dice que poco tiempo después de Madame Bovary, de Flaubert, irrumpe «el filósofo del martillo»: Friedrich Nietzsche.

Leo en Aurora, de Friedrich Wilhelm N., que la pequeñez de nuestro ambiente, lo que tenemos ante los ojos todos los días, nos hará perecer imperceptiblemente. Y si queréis perderos en absoluto, hacedlo más bien de un solo golpe y súbitamente: entonces quedarán de vosotros ruinas altivas.

domingo, 27 de octubre de 2019

Leer, tener paciencia


Ha bajado mi vecina checa a traerme unas cervezas y embutidos que le ha enviado su hermano desde Praga. Siempre le digo que aunque ella nació en un país que ya no existe, los paquetes que le prepara su familia le siguen llegando, por lo que algo habrá allí todavía. Aunque esta noche no le he dicho nada porque la cosa no está como para ir perdiendo países. Como estaba colocando unos libros en la estantería, me ha dicho que ella empezó leyendo a escritores marginales que escribían sin reparos porque nadie los conocía, como cuando ella se permitía follar con cualquiera ya que al volver por la noche a casa se encontraba a su madre también en los márgenes, bebiendo ginebra mientras leía a Rilke y a todos esos poetas que también a ella se le acabaron metiendo en la cabeza. He pensado que a su madre le podía pasar lo mismo que a Duras al reconocer su alcoholismo: «Bebo porque dios no existe». Ha seguido diciéndome que a diferencia de su madre, que veía algo indisoluble entre la lectura y la bebida, ella ya lo ha dejado, que ahora sólo bebe, porque para qué tomarte la vida en serio pudiéndote tomar un gin-tonic, y que también escribe: Escribo poemas, casi todos mal. Le he estado contando que el otro día estuve en la presentación del libro de Rodrigo Fresán, y que dijo que él es un lector que escribe, pero que ahora hay muchos escritores que apenas han leído. También le he dicho que estoy leyendo La sabiduría de lo incierto, de Joan-Carles Mèlich, y que ya en la primera frase indica que la lectura no es una competencia que pueda adquirirse de una vez por todas, sino una forma de vida, y nadie sabe vivir.  Y que a mí sus poemas me gustan, y que aunque yo no soy de poesía, noto la distancia entre poetas; no lo diferentes que son, sino la distancia, la separación entre los que son y no son.   

lunes, 14 de octubre de 2019

Apuntes de un Manifiesto sobre el desamor II


He bajado caminando esta mañana por Balmes. La calle estaba llena de desconocidos, como si los hubieran soltado a todos de golpe. Me he ido fijando en las personas con las que me cruzaba, porque a veces noto que alguien ya ha muerto, aunque no tenga la forma de un muerto. Esa es una de las maneras que tengo para pasar desapercibido: ir pensando en otra cosa. También he estado pensando algunas ideas para el Manifiesto sobre el desamor. Porque yo soy partidario del desamor y de esa gente que a veces te quiere como un gato, que te quiere o no te quiere, pero ni te mira.

Nota II: El otro día hablando sobre esa forma radical de marcharse pensé en Jeanne Hébuterne cuando aquella mañana de invierno en París, al poco de morir Modigliani, se asomó al balcón y no pudo más que saltar. En ese aspecto ella fue muy shakesperiana y siguió la teoría sobre la que escribe Kundera: «Esch es amante de lo absoluto: Sólo se puede amar una vez». Y así debía ella de entender el amor, de manera también radical: amó una vez y para qué más. En los retratos de Jeanne H. siempre he encontrado la belleza, y como Modigliani reconoció que cada uno de esos retratos que pintó lo hizo pensando en la Gioconda, he encontrado también ahí una cierta lógica, ya que hay cosas que se hacen siempre pensando en otra.

Nota III: A veces noto que me estoy convirtiendo, como Esch, en amante de lo absoluto. Por eso me gusta lo que escribe Rodrigo Fresán en La parte inventada, que la chica no está enamorada del chico, porque la chica reserva su amor nada más y nada menos que para los Grandes Temas. Y continúa que ella se reserva «para EL ARTE, LA LITERATURA, para todas las cosas mayúsculas en las que la chica piensa en mayúsculas».

sábado, 5 de octubre de 2019

Cuando la belleza es llamarse Marguerite


Como he salido de casa sin saber hacia dónde dirigirme, he pensado en Molloy, de Beckett, cuando el personaje, ignorando dónde estaba y por tanto qué dirección le convenía, tomó la del viento. También he pensado en Niebla, de Unamuno: «¿Tiro a la derecha o a la izquierda? Esperaré a que pase un perro y tomaré la dirección inicial que él tome». Por eso, ante la duda, he acabado yendo a una cafetería que, estando cerca de mi casa, también lo está de la Patagonia. Por las mañanas soy más de dulce que de salado. Comer a primera hora un bocadillo de lo que sea es como si me dieran a probar un sorbo de agua del mar muerto. Por eso esta mañana he pedido un café y una tarta que he visto expuesta nada más entrar: era una tarta capaz de matar a un diabético a cien metros a la redonda. Mientras me traían lo que he pedido, he estado pensando que me gustaría vivir en una ciudad como Trieste o como Bayeux, y estar allí de paso, sin entablar relaciones prolongadas: tener relaciones, también, de paso. Porque me doy cuenta que todo lo que es permanente es un error. Por eso me gustaría vivir en una ciudad extranjera, para que, en el momento de marcharme de esa ciudad, poder irme sin hacer mucho ruido, tal como están desapareciendo los gorriones; irme como un desconocido que, de repente, un día cualquiera, cuando ya nadie se lo espera, se asoma a una ventana para salir de allí volando.

Como he salido de casa sin saber hacia dónde dirigirme, he cogido dos libros, porque así me siento más seguro. He estado leyendo El dolor, de Marguerite Duras. Escribe Duras que los recién nacidos de familias judías «fueron confiados a los cuerpos de Mujeres Encargadas del Estrangulamiento de Niños Judíos, expertas en el arte de matar por medio de una presión en las carótidas. Mueren con una sonrisa, no causa dolor, dicen ellas». También hay un momento en el que Duras quiere contar lo cerca que estamos todos: «Pertenecemos a la raza misma que los incinerados en los crematorios y que los gaseados en Maidanek, pertenecemos también a la misma raza que los nazis». Y como Duras dice que lee Combat, me he acordado de Camus, de Crónicas (1944-1953): un conjunto de artículos que es una maravilla. En uno de esos artículos, que seguro leyó Duras, ya que está escrito en ese mismo período, el que va desde el fin de la Ocupación al final de la guerra, escribe Camus que «nos ha quedado el odio. Y una vez que partieron los verdugos, los franceses se quedaron con su odio. Al odio de los verdugos ha respondido el odio de las víctimas». A media mañana he salido de la cafetería y he cogido la dirección que más me convenía, y también he pensado en Duras y en la belleza de llamarse Marguerite.

domingo, 22 de septiembre de 2019

El arte de la novela


Como anoche no podía dormir me puse a leer El arte de la novela, de Kundera. Ya que la mayoría de las veces llego a un libro a través de otro (en este caso a través de La religión del ateo, de Joan-Carles Mèlich), pienso que llegará el momento en el que se acabará esta continuidad y tendré que empezar de nuevo, y que habré de elegir bien ese nuevo primer libro porque de él dependerá todo lo que irá viniendo después. Aunque estoy acostumbrado a ello, porque leo como puedo, igual que vivo como puedo, y en esa escapada, al escribir, acabo escribiendo como vivo: huyendo de todo un poco.

Leo que don Quijote partió hacia un mundo amplio, con un horizonte infinito, sin fronteras; con Balzac este horizonte sin fin desaparece detrás de las modernas instituciones: la policía, la justicia, el mundo de las finanzas y el crimen, el ejército, el Estado; con Madame Bovary el horizonte se estrecha hasta el punto que parece un cerco. El infinito exterior perdido se sustituye por lo infinito del alma. Y luego llega K. que, «frente al tribunal, frente al castillo… sólo puede pensar en su proceso, en su puesto de agrimensor»: Kafka se plantea la cuestión de «cuáles son aún las posibilidades del hombre en un mundo en el que los condicionamientos exteriores se han vuelto tan demoledores que los móviles interiores ya no pesan nada». Y qué maravilla me ha parecido esto Kundera, que en cuatro libros representa la evolución de la sociedad europea. Y también lo que escribe de Husserl, que para él el adjetivo «europea» señalaba una identidad espiritual que se extiende más allá de la Europa geográfica (hasta América, por ejemplo) y que nació con la filosofía griega.

Esta mañana, al salir de casa me he encontrado a mi vecina checa. Le he estado hablando de Kundera, de K. y de los condicionamientos exteriores. Me ha dicho que a ella no le importa lo que se diga, que ya decidió hace tiempo no generar vida como el agua estancada. Como soy un intertextual aproximado porque cito siempre de memoria, he preferido cambiar de tema y le he dicho que lo que yo busco constantemente es la belleza: en los libros, en las cosas, en los mapas de las ciudades, y que sólo volvería a algunas ciudades para morir allí, pero que lo complicado es elegir el momento adecuado, porque nunca se sabe cuándo.

sábado, 7 de septiembre de 2019

Las ciudades invisibles


Como me gustan algunas frases de Scott Fitzgerald, una vez le dije a una de mis novias, una que me mostraba tanta indiferencia como las otras, que en la noche oscura del alma son siempre las tres de la mañana, y me dijo que y a mí qué. A veces me pasa que no sé qué decir y pienso que tengo que decir algo ya que de lo contrario voy a mostrar que realmente no tengo nada que decir. Pero las cosas me importan, aunque actúe como un caballo del ajedrez bajando por el Eixample: escapándome de allí al galope. No sé por qué siempre he pensado que Romeo debía de morir. No hago más que encontrar razones para ello. También encuentro razones para escribir aquí un Manifiesto sobre el desamor, sobre la muerte, pero alejado de la idea de soledad, porque la soledad, como todas las grandes ideas, es una creación francesa.

Anoche estuve en casa leyendo hasta la madrugada Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, ya que en la noche oscura del alma yo leo hasta las tres de la mañana. Una de las ciudades de Calvino no tiene paredes, ni techos, ni pavimentos; ni tiene nada que la haga parecer una ciudad excepto las tuberías del agua que suben verticales donde deberían estar las casas: una selva de tubos que terminan en grifos, duchas, sifones y bañeras. Y esa idea me pareció una maravilla, porque es un poco lo de Louise Glück cuando dijo: No amas el mundo, si amaras el mundo habría imágenes en tus poemas. Como en el libro de Calvino hay una clasificación de las ciudades, estoy esperando que aparezca otra que entre dentro de Las ciudades y los signos. Son las que más me gustan porque me recuerdan la letra de un fado: Un ramo de laurel en la puerta indicaba una taberna. 

lunes, 19 de agosto de 2019

Porque también je me souviens


Recuerdo que hubo un tiempo que leía y luego hacía lo que leía. Es lo más vanguardista que he hecho nunca. Pero lo dejé. También recuerdo que cuando en el colegio nos hicieron leer El Manifiesto del Partido Comunista llené los márgenes con anotaciones que no tenían nada que ver con el texto: «Parto de que a mí Platón siempre me cayó mal». Creo que es un problema que sigo teniendo: que llevo la filosofía al terreno personal. Ahora estoy leyendo La religión del ateo, de Joan-Carles Mèlich, y me ha ayudado a entender por qué en aquellos momentos, en los que mi profesor de filosofía explicaba a Kant y yo no me enteraba de nada, le tenía ya inquina a Platón. También gracias a este libro me he dado cuenta que Heidegger me da pena, porque según él, si dios ha muerto ya no queda nada a lo que el hombre pueda atenerse y por lo que pueda guiarse. Y me da pena porque pienso que dios es para él un pensamiento terapéutico, como cuando yo pienso que soy un mal lector por la forma que tengo de leer, como buscando citas, y escucho que Rodrigo Fresán también lee así y me quedo más tranquilo.

Esta mañana en la cafetería he acabado de leer La noche fenomenal. Cómo me ha divertido, porque no es Gurb, es mejor que Gurb. Escribe Javier Pérez Andújar que ya se sabe que todos los himnos llevan al cementerio. Y como lo relaciono todo, he pensado en El lado oscuro del corazón, cuando en el tren Oliverio le dice a la muerte que él lo que quiere es enamorarla con un bolero, y que así se demostraría que un bolero es mucho más importante para la humanidad que la Marsellesa, la Internacional y todos esos himnos con los que ella había estado bailando hasta ahora.

domingo, 11 de agosto de 2019

M Train, porque Patti Smith no puede esperar


Que me gusta todo lo que pasa desapercibido. Y que a veces me pongo en las esquinas. También hoy me he levantado temprano, como todos los días que no necesito levantarme temprano. He bajado a la cafetería con dos libros. Creo que leo para llenarme de cosas, aunque también podría llenarme de piedras. Quizás me pasa lo que a Patti Smith, que lo que me falta no es un libro sino una obsesión. Mientras iba hacia la cafetería me he encontrado a mi vecina checa. Me ha estado hablando de su país y de su familia, y de que había llegado a pensar que cuando su madre bebía ginebra mientras leía a Rilke, era por ella. Por eso piensa que cuando la gente bebe lo hace por alguien, no por algo. Y que ella bebe cuando se acuerda de su madre leyendo a Rilke. Le he dicho que a lo mejor su madre bebía ginebra para pasar desapercibida, y que quizás leía a Rilke por lo mismo. A veces, cuando me cuentan cosas muy personales, no sé qué decir. Entonces le he explicado que el otro día escuché que el descubrimiento de Plutón se produjo indirectamente, por las perturbaciones que su presencia ocasionaba en la vida de otros planetas, y que a mí me gustan las cosas que pasan inadvertidas. Luego ella ha ido a coger el tren y yo he entrado en el café. Uno de los libros que me he bajado es el Aleph, de Borges, porque recuerdo que el Aleph es el punto que contiene todos los puntos del universo y, como estoy elaborando una lista de zonas y territorios literarios para no sé qué, quiero ver si puedo incluirlo en el listado. Esa necesidad de concentrarlo todo tiene que significar alguna cosa: hace unos meses leí que Italo Calvino soñaba con inmensas cosmogonías, sagas y epopeyas encerradas en las dimensiones de un epigrama. Antes de volver a casa he pasado por la librería. Me he traído El espíritu de la ciencia ficción, de Bolaño, y Más allá del bien y del mal, de Friedrich Wilhelm N. Sé que este último no lo leeré inmediatamente, pero quería tenerlo, como cuando una vez me traje porque sí una piedra de las playas de Normandía.