A mí los hoteles me hacen feliz. No sé cuál fue el primer
hotel en el que estuve pero recuerdo casi todas las habitaciones en las que he pasado una noche. Me gusta
viajar porque es una forma de marcharse, como el personaje de Sexo, mentiras y
cintas de video cuando dice que sólo tiene una llave, la del coche: «Si alquilo
un apartamento tendré dos llaves, y si busco trabajo puede que necesite otra
llave, más llaves. Por eso a mí me gusta tener sólo una llave». De la película
de Soderbergh recuerdo las elipsis. Porque no es necesario contarlo todo. A
veces no me explicaba algunas cosas; luego ya me las inventaba. Algunos días
voy a comer al restaurante de un hotel que hay cerca de la estación de Sants.
Es un restaurante en el que entro contento y salgo feliz. También cuando leí
Kassel no invita a la lógica fui feliz. Aunque como presto más atención a otras
cosas, cuando tengo que hablar de mis momentos de felicidad me veo obligado a
fantasear. Recuerdo que una vez en el colegio me disfracé de Portugal. Hice ver
a los que se acercaban que no entendía nada. Si me decían algo, a todos les
respondía: ¿Pessoa?
Leo en Carta breve para un largo adiós, de Peter Handke, que
«algunas mujeres cuchichearon a mis espaldas noticias de muerte con delicadeza;
ni siquiera cuchicheaban, sólo eran sus vestidos que crujían». Y esta frase me
ha parecido muy de Juan Rulfo.
Leo en La sabiduría de lo incierto, de Joan-Carles Mèlich, sobre
Madame Bovary y sobre la mejor descripción que ha leído nunca al respecto del
aburrimiento en una relación de pareja: «Se besaban a determinadas horas y ya
está». Y qué bien cuando J.C. Mèlich dice que poco tiempo después de Madame
Bovary, de Flaubert, irrumpe «el filósofo del martillo»: Friedrich Nietzsche.
Leo en Aurora, de Friedrich Wilhelm N., que la pequeñez de
nuestro ambiente, lo que tenemos ante los ojos todos los días, nos hará perecer
imperceptiblemente. Y si queréis perderos en absoluto, hacedlo más bien de un
solo golpe y súbitamente: entonces quedarán de vosotros ruinas altivas.
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