domingo, 27 de octubre de 2019

Leer, tener paciencia


Ha bajado mi vecina checa a traerme unas cervezas y embutidos que le ha enviado su hermano desde Praga. Siempre le digo que aunque ella nació en un país que ya no existe, los paquetes que le prepara su familia le siguen llegando, por lo que algo habrá allí todavía. Aunque esta noche no le he dicho nada porque la cosa no está como para ir perdiendo países. Como estaba colocando unos libros en la estantería, me ha dicho que ella empezó leyendo a escritores marginales que escribían sin reparos porque nadie los conocía, como cuando ella se permitía follar con cualquiera ya que al volver por la noche a casa se encontraba a su madre también en los márgenes, bebiendo ginebra mientras leía a Rilke y a todos esos poetas que también a ella se le acabaron metiendo en la cabeza. He pensado que a su madre le podía pasar lo mismo que a Duras al reconocer su alcoholismo: «Bebo porque dios no existe». Ha seguido diciéndome que a diferencia de su madre, que veía algo indisoluble entre la lectura y la bebida, ella ya lo ha dejado, que ahora sólo bebe, porque para qué tomarte la vida en serio pudiéndote tomar un gin-tonic, y que también escribe: Escribo poemas, casi todos mal. Le he estado contando que el otro día estuve en la presentación del libro de Rodrigo Fresán, y que dijo que él es un lector que escribe, pero que ahora hay muchos escritores que apenas han leído. También le he dicho que estoy leyendo La sabiduría de lo incierto, de Joan-Carles Mèlich, y que ya en la primera frase indica que la lectura no es una competencia que pueda adquirirse de una vez por todas, sino una forma de vida, y nadie sabe vivir.  Y que a mí sus poemas me gustan, y que aunque yo no soy de poesía, noto la distancia entre poetas; no lo diferentes que son, sino la distancia, la separación entre los que son y no son.   

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