sábado, 5 de octubre de 2019

Cuando la belleza es llamarse Marguerite


Como he salido de casa sin saber hacia dónde dirigirme, he pensado en Molloy, de Beckett, cuando el personaje, ignorando dónde estaba y por tanto qué dirección le convenía, tomó la del viento. También he pensado en Niebla, de Unamuno: «¿Tiro a la derecha o a la izquierda? Esperaré a que pase un perro y tomaré la dirección inicial que él tome». Por eso, ante la duda, he acabado yendo a una cafetería que, estando cerca de mi casa, también lo está de la Patagonia. Por las mañanas soy más de dulce que de salado. Comer a primera hora un bocadillo de lo que sea es como si me dieran a probar un sorbo de agua del mar muerto. Por eso esta mañana he pedido un café y una tarta que he visto expuesta nada más entrar: era una tarta capaz de matar a un diabético a cien metros a la redonda. Mientras me traían lo que he pedido, he estado pensando que me gustaría vivir en una ciudad como Trieste o como Bayeux, y estar allí de paso, sin entablar relaciones prolongadas: tener relaciones, también, de paso. Porque me doy cuenta que todo lo que es permanente es un error. Por eso me gustaría vivir en una ciudad extranjera, para que, en el momento de marcharme de esa ciudad, poder irme sin hacer mucho ruido, tal como están desapareciendo los gorriones; irme como un desconocido que, de repente, un día cualquiera, cuando ya nadie se lo espera, se asoma a una ventana para salir de allí volando.

Como he salido de casa sin saber hacia dónde dirigirme, he cogido dos libros, porque así me siento más seguro. He estado leyendo El dolor, de Marguerite Duras. Escribe Duras que los recién nacidos de familias judías «fueron confiados a los cuerpos de Mujeres Encargadas del Estrangulamiento de Niños Judíos, expertas en el arte de matar por medio de una presión en las carótidas. Mueren con una sonrisa, no causa dolor, dicen ellas». También hay un momento en el que Duras quiere contar lo cerca que estamos todos: «Pertenecemos a la raza misma que los incinerados en los crematorios y que los gaseados en Maidanek, pertenecemos también a la misma raza que los nazis». Y como Duras dice que lee Combat, me he acordado de Camus, de Crónicas (1944-1953): un conjunto de artículos que es una maravilla. En uno de esos artículos, que seguro leyó Duras, ya que está escrito en ese mismo período, el que va desde el fin de la Ocupación al final de la guerra, escribe Camus que «nos ha quedado el odio. Y una vez que partieron los verdugos, los franceses se quedaron con su odio. Al odio de los verdugos ha respondido el odio de las víctimas». A media mañana he salido de la cafetería y he cogido la dirección que más me convenía, y también he pensado en Duras y en la belleza de llamarse Marguerite.

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