domingo, 30 de agosto de 2020

El viaje vertical


Me gustaría volver a Lisboa y, como la primera vez, llegar allí pensando que todos los hombres debían de parecerse a Pessoa y todas las mujeres a Maria de Medeiros. Aunque una vez allí abandoné la idea porque el primer hombre que me encontré, un taxista que cogí en el aeropuerto, vi que se parecía más a Francis Ford Coppola, lo cual no tenía ningún sentido. La primera vez que llegué a Lisboa era invierno porque hacía un frío invernal. Durante la primera noche pensé que yo también hubiera querido tener en aquel momento un abrigo de marino, como el de Limónov, de oficial del acorazado Potemkin. Aunque quizás no fuera invierno, sino sólo una noche de primavera después de salir de escuchar fados, que aunque deberían de emocionar, a mí me dejaron un poco frío. He pensado en Lisboa porque estoy leyendo El viaje vertical, de EVM. En algunos libros de EVM el personaje sale de Barcelona, se va, desaparece, huye: a Oporto-Lisboa-Madeira, a París, a Dublín, a Kassel. Son personajes que podrían apropiarse de la definición que en Viva, el libro de Patrick Deville, se hace de Trotski: El jefe en fuga del Ejército Rojo. Son personajes a la fuga. Y he pensado en Lisboa porque me gustaría volver allí y, como la primera vez, me gustaría llegar por la mañana, temprano: la gente a primera hora es más amable porque aún no ha acabado de despertarse del todo. Cualquier viaje es darse un poco a la fuga pero sabiendo que luego vas a volver, como un cobarde. Algún día quisiera empezar un viaje con su salida pero sin su regreso. Algo así como matar a Ulises. Y ver entonces, cada día, el amanecer en Lisboa. Creo que eso es en sí una filosofía. Y por eso sé que tengo una filosofía pero también tengo un vacío. 

miércoles, 19 de agosto de 2020

Cuando la muerte te toca de lejos parece otra (VI)

Que parece que al ser innecesario, algunos días, sin poner ningún medio, me levanto temprano. Pero es una percepción subjetiva: al parecer hoy me he levantado temprano. Y me he levantado pensando en la muerte. 

Escribe Masoliver Ródenas que les entraron ganas de mear en el cementerio. «¿Vamos a la tumba de Atento?» «No, con los amigos no me atrevo, por cabrones que hayan sido. Yo me meo aquí mismo, en la tumba del cadáver desconocido»

Que he calculado que me quedan 1.400 libros por leer antes de que llegue el momento.

Escribe C. sobre alguien que se acaba de morir: Se ha vuelto indiferente.

¿Quién no ha tenido alguna vez delirios de franqueza frente a un cadáver?

Escribe Malaparte que en el cementerio, sobre la tumba de un estudiante, se leía el siguiente epígrafe medio borrado por los años: «Dios ha interrumpido sus estudios para enseñarle la verdad»

Que he estado dos veces en Honfleur. La segunda vez pensé que sólo volvería allí para morir, como el Sena.

Escribe Anna Carreras sobre la escritura sin firma. El grado cero de la literatura. La muerte del sujeto (cuando el sujeto es afrancesado, media muerte)

Si la primera vez que estuve en París, lo primero que hice, sin prepararlo, ya que estaba ahí, fue ir al cementerio de Montmartre, lo primero que hice en Arles fue visitar los Alyscamps, una necrópolis romana con unas tumbas abiertas que parecían maceteros.

Con Pascal Quignard los hechos suceden como sucedían en la mitología griega. No se sabe muy bien por qué, pero suceden y te los crees. Lucilla rechaza una baya, pequeñita, estropeada, y la rechaza con asco. «Por ese motivo los hombres mueren». Pero el Amo de las bayas le dice a Hardnit que para no morir debe cantar una cancioncita que favorece los arándanos. Pero ya no se conoce la letra, esa costumbre se abandonó.

Escribe C. que morir es convertirse de repente en objeto.

sábado, 1 de agosto de 2020

Sur le Pont de Mirabeau



Me gusta la gente que no tiene motivos, que va haciendo pero sin saber para qué. Hace ya años pensaba que desde mi habitación, al anochecer, cuando todo se calmaba, se podía escuchar el mar. Aquello era un rumor constante. Aunque después supe que aquel ruido venía de la calle, de un transformador eléctrico, porque una noche se fue la luz, y se apagaron las luces y también las olas. Luego, con el tiempo, de DeLillo aprendí que el ruido de fondo que se escucha es un ruido uniforme, omnipresente: «Es el temor a la muerte». En definitiva, un jaleo. Por eso el otro día pensé en Paul Celan, en el día que se lanzó Celan al Sena, y en que cuando llegó a París se cambió de nombre  —su nombre real era Paul Pésaj Antschel—, porque así pensaba que sería más francés que un cruasán. Aunque más tarde se dio cuenta que ese gesto carecía de importancia: no hay nada más francés que morir ahogado en el Sena. Y como estoy leyendo Primavera negra, de Henry Miller, que es otro de sus libros en que se confunde su yo con la ficción, he leído un párrafo que me ha parecido una maravilla. Si yo fuera poeta, que no lo soy, porque soy de todo un poco, le daría a Miller el valor que tiene: «Yo, y esto que pasa por debajo de mí, y esto que flota encima de mí y todo lo que de mí surge, yo y esto, yo y eso unidos en un movimiento continuo, este Sena y todos los Senas cruzados por un puente significan el milagro de un hombre que los cruza en bicicleta». Y que eso sería aún más francés que lanzarse desde el puente de Mirabeau para después morir ahogado en el Sena: llegar a él en bicicleta.

Que en un libro no me fijo en los grandes temas sino en las pequeñas cosas, que es donde pasan las cosas. Por eso también estoy leyendo Kaputt, de Curzio Malaparte. Cuenta Malaparte que los caballos de la artillería soviética, huyendo de un fuego en el bosque cerca de Leningrado, entraron en el lago Ládoga mientras el viento del Norte lo estaba congelando, convirtiéndose en una plancha de mármol blanco sobre la que sólo sobresalían cientos de cabezas heladas de caballos que permanecerían así todo el invierno. También explica Malaparte que después que se decretará la demolición del antiguo cementerio, De Foxá y sus amigos escritores fueron una noche a visitarlo. Algunas tumbas habían sido abiertas y vaciadas, y los muertos estaban a la vista. Entonces encontraron a un joven marinero que había muerto por azar en Madrid, lejos del mar. «Miralles depositó sobre el pecho del muerto una hoja de papel en la que había dibujado a lápiz una barca, un pez y algunas olas»