sábado, 1 de agosto de 2020

Sur le Pont de Mirabeau



Me gusta la gente que no tiene motivos, que va haciendo pero sin saber para qué. Hace ya años pensaba que desde mi habitación, al anochecer, cuando todo se calmaba, se podía escuchar el mar. Aquello era un rumor constante. Aunque después supe que aquel ruido venía de la calle, de un transformador eléctrico, porque una noche se fue la luz, y se apagaron las luces y también las olas. Luego, con el tiempo, de DeLillo aprendí que el ruido de fondo que se escucha es un ruido uniforme, omnipresente: «Es el temor a la muerte». En definitiva, un jaleo. Por eso el otro día pensé en Paul Celan, en el día que se lanzó Celan al Sena, y en que cuando llegó a París se cambió de nombre  —su nombre real era Paul Pésaj Antschel—, porque así pensaba que sería más francés que un cruasán. Aunque más tarde se dio cuenta que ese gesto carecía de importancia: no hay nada más francés que morir ahogado en el Sena. Y como estoy leyendo Primavera negra, de Henry Miller, que es otro de sus libros en que se confunde su yo con la ficción, he leído un párrafo que me ha parecido una maravilla. Si yo fuera poeta, que no lo soy, porque soy de todo un poco, le daría a Miller el valor que tiene: «Yo, y esto que pasa por debajo de mí, y esto que flota encima de mí y todo lo que de mí surge, yo y esto, yo y eso unidos en un movimiento continuo, este Sena y todos los Senas cruzados por un puente significan el milagro de un hombre que los cruza en bicicleta». Y que eso sería aún más francés que lanzarse desde el puente de Mirabeau para después morir ahogado en el Sena: llegar a él en bicicleta.

Que en un libro no me fijo en los grandes temas sino en las pequeñas cosas, que es donde pasan las cosas. Por eso también estoy leyendo Kaputt, de Curzio Malaparte. Cuenta Malaparte que los caballos de la artillería soviética, huyendo de un fuego en el bosque cerca de Leningrado, entraron en el lago Ládoga mientras el viento del Norte lo estaba congelando, convirtiéndose en una plancha de mármol blanco sobre la que sólo sobresalían cientos de cabezas heladas de caballos que permanecerían así todo el invierno. También explica Malaparte que después que se decretará la demolición del antiguo cementerio, De Foxá y sus amigos escritores fueron una noche a visitarlo. Algunas tumbas habían sido abiertas y vaciadas, y los muertos estaban a la vista. Entonces encontraron a un joven marinero que había muerto por azar en Madrid, lejos del mar. «Miralles depositó sobre el pecho del muerto una hoja de papel en la que había dibujado a lápiz una barca, un pez y algunas olas»

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