He coincidido otra vez en el bar con ella, una novia vestida
de novia, y seguía sentada en una silla, y lloraba. Al principio la he saludado
desde lejos, con la mano, pero sabía que tarde o temprano debería de acercarme a
decirle algo, como en un entierro. Luego he ido hacia su mesa y le he dicho que
siempre está tan sola, y que si ha venido a llevarse a alguien. Le he explicado
que cada vez que la veo por aquí no lo entiendo, pero que me quedo frío, y he
recordado lo que el otro día me contó mi vecina checa, que a ella también le
sucede, que cuando volvía a su casa de Praga encontraba cosas a las que no
hallaba explicación: un libro de Rimbaud en el suelo, un jarro con flores
volcado sobre la mesa del comedor, a su madre bebiendo hasta el amanecer. Todo
en una misma noche. Entonces me ha mirado y me ha dicho que la gente realista como
yo somos unos monótonos, siempre dándole vueltas a la monótona realidad, como
una secta borgeana; que estamos encerrados en los libros que leemos y que
cuando encontramos lo insólito en la realidad pensamos que son los demás los
que están equivocados. Como me he visto empujado a contestar, le he dicho que se
busque a otro, que yo no he venido a caerme muerto en este bar de mala muerte,
y que me gustaría ser como Bolaño y ver en todos los poetas a la madre de la
poesía mexicana. Pero no para leerla, porque soy incapaz de ello: yo no tengo
sentimientos, sino para perseguirla por todos los desiertos conocidos: los que
están en los mapas y en casi todas las relaciones.
Ha sido más tarde en casa cuando me he encerrado con Una
cita con la Lady, de Mateo García Elizondo. Porque así empieza Mateo: «Vine a
Zapotal para morirme de una buena vez». Y como me ha recordado a Rulfo, he
seguido. Mateo cuenta que Mijo, su perro flaco y jodido, era el perro más listo
del mundo, y que aprendió a olfatear la heroína y les encontraba a los marchantes
cuando salían a la calle. Y que cuando murió Mijo, como después de un chute de
la Lady no tenía ni fuerza en las piernas, lo dejó en la azotea unos días.
Cuando subió era ya un montón de pelos, todo seco. «Se había aplanado tanto que parecía un tapete».
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