Hubo un tiempo que leía y luego hacía lo que leía. A veces convierto
las cosas en rutinas, como la amistad. Leo algunas páginas de Del dolor y la
razón, de Joseh Brodsky, después de leer un libro muy potente y no saber con
qué libro continuar. Es un libro impasse. Hoy me he
levantado con capacidad para decir No. Ahora llueve. Me pasa un poco como a
Édouard Levé en Autorretrato: las historias de amor me aburren. Siempre he sido
muy del Tour de Francia y de llevar piedras en los bolsillos, como Virginia
Woolf. Hubo un tiempo que podía decir sin parar, de Pirineos a Alpes, todos los
puertos de categoría especial del Tour de Francia. Y que en los Alpes, la Croix
de Fer me sonaba a la condecoración máxima de un soldado
después de muerto. Cuando veo una foto hecha desde el espacio pienso que sólo
se ve lo que, en un momento u otro, permanecerá; en general, perdurarán las
cosas inmóviles, las que están enganchadas a la corteza terrestre. Me gusta
decir Svaig, por Stefan Zweig, y lo repito como si fuera algo hipnótico: Svaig,
Svaig. Si hay otras personas delante, entonces digo Zueig. Me gustan las cosas
que no tienen importancia: la forma del Mar Negro es como Australia pero en
pequeño. No llamo mujer a las mujeres, porque no me sale, y digo chica. Tampoco
digo hombre a los hombres, digo tío. Mi mundo está formado por chicas y tíos,
como una película quinqui de los ochenta. No he leído todavía Ulysses, de
Joyce, porque la cobardía tiene muchas excusas. Recuerdo que un profesor, el
primer día de clase, nos vino a decir que un enunciado puede ser verdadero y
falso a la vez, a condición de asignar un grado a la verdad y un grado a la
falsedad. A mí La Sorbonne siempre me ha sonado a bar de alterne. Me gustan los
libros de ciencia-ficción en los que desaparece casi toda la población quedando
sólo alguna pequeña comunidad. En el libro La Tierra permanece, de George R.
Stewart, la pequeña comunidad que sobrevive genera una nueva mitología: mueren
todos los antiguos dioses. Estos últimos días estoy un poco cansado, y me he
reservado Molloy, de Beckett, para el fin de semana. Qué afortunados los que
dicen que hoy se han levantado con una canción en la cabeza y que no tienen
forma de sacársela. Yo llevo así diez años.
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