sábado, 11 de agosto de 2012

El verano del 31


Hace unos años conocí a Lucanor Rosenvinge. Lucanor era escritor y también culto. Un día hablando con su editor se propuso renunciar a todo. No quería publicidad, no quería presentaciones, no quería que se promocionaran reseñas sobre su obra, no quería que en la cubierta apareciera el símbolo de la esvástica y tampoco quiso que apareciera su nombre, prefería un pseudónimo. Esa fue su renuncia pero tras esa renuncia hubo una más: renunció a volver a escribir. Lucanor dejó de ser escritor. Hace poco volví a encontrármelo en un café. Ahora vive en la casa de un marqués arruinado que maldice constantemente a Azaña y no deja de hablar de los naranjos que se agriaron aquel verano del 31. Lucanor me dijo que era su cocinero y que se encargaba de cuidarlo y que a cambio de eso podía disponer de una habitación, de un cuarto de baño, de tres comidas al día y del derecho de uso de la biblioteca de la casa porque, a pesar de la ruina, el marqués insistía en vivir en una casa, que lo de los pisos era cosa de burgueses.