Llevaba los
pantalones subidos casi por encima del ombligo. El corte era de los años
cincuenta, aunque él es un escritor contemporáneo (más aún que contemporáneo:
vigente). Era la imagen que cualquiera podría hacerse de Nuestro hombre en la
Habana, de Graham Greene. Había llegado a Barcelona, posiblemente para espiar.
Me comentó que cuando escribió su primer libro no consiguió sentirse escritor,
porque recordaba haber leído una vez que para ser escritor había que haber
escrito, al menos, una veintena de libros, y de estos, alguno mínimamente bien.
I. A la mañana
siguiente me pasé por el bar París de la calle París. «Es un café simpático,
caliente y limpio», como el café en el
que Hemingway se puso a escribir una mañana en el París de verdad. Y como él,
yo también me puse a escribir, y a traer a mi cuento todo aquello que pasaba a
mi alrededor. Aquel día, en el París París, Hemingway estaba escribiendo un
cuento que acontecía en Michigan, y como el día era crudo y frío, un día así
hizo en su cuento, y también en el mío, aunque mi cuento pasaba en Praga, a las afueras de París.
II. Leo como
un escritor británico observa en una terraza a la amiga del escritor de Fuera
de aquí. Y cómo «muy posiblemente, ese día aquel individuo, al mirarla de aquel
modo, sólo estaba trabajando… observando a mi amiga con la intención de meterla
en su libro».
III. Y el
libro, tan lleno de personajes insertados, encuentra su final con Hrabal, en
Una soledad demasiado ruidosa, mientras prensa libros y papel viejo, y monta
con ellos paquetes. Así durante treinta
y cinco años, «hasta el punto de parecer una enciclopedia», y siguiendo el
ritual que consiste, «no sólo en leer estos libros, sino en meter alguno en
cada paquete que prepara, y es que tiene la necesidad de embellecer cada
paquete, de darle su carácter, su firma».
IV. No
apareció por allí. Ni rastro del escritor vigente. Bien podría, en ese mismo
momento, encontrarse ya de vuelta en la Habana o en el crudo invierno de
Michigan. No hubiera debido extrañarme que, como escritor francés, Vila-Matas
se hubiera despedido a la francesa, aunque albergaba aún la posibilidad que
estuviera todavía en Barcelona, incluso en la calle París, observándome pero
sumido, como escribió en uno de sus libros, en esa «contradictoria pulsión
radical hacia la discreción», tan propia, por otra parte, de su oficio de
espía.
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