miércoles, 1 de enero de 2014

Fuera de aquí




Llevaba los pantalones subidos casi por encima del ombligo. El corte era de los años cincuenta, aunque él es un escritor contemporáneo (más aún que contemporáneo: vigente). Era la imagen que cualquiera podría hacerse de Nuestro hombre en la Habana, de Graham Greene. Había llegado a Barcelona, posiblemente para espiar. Me comentó que cuando escribió su primer libro no consiguió sentirse escritor, porque recordaba haber leído una vez que para ser escritor había que haber escrito, al menos, una veintena de libros, y de estos, alguno mínimamente bien.

 
I. A la mañana siguiente me pasé por el bar París de la calle París. «Es un café simpático, caliente  y limpio», como el café en el que Hemingway se puso a escribir una mañana en el París de verdad. Y como él, yo también me puse a escribir, y a traer a mi cuento todo aquello que pasaba a mi alrededor. Aquel día, en el París París, Hemingway estaba escribiendo un cuento que acontecía en Michigan, y como el día era crudo y frío, un día así hizo en su cuento, y también en el mío, aunque mi cuento pasaba en Praga, a las afueras de París.

 
II. Leo como un escritor británico observa en una terraza a la amiga del escritor de Fuera de aquí. Y cómo «muy posiblemente, ese día aquel individuo, al mirarla de aquel modo, sólo estaba trabajando… observando a mi amiga con la intención de meterla en su libro».

 
III. Y el libro, tan lleno de personajes insertados, encuentra su final con Hrabal, en Una soledad demasiado ruidosa, mientras prensa libros y papel viejo, y monta con ellos  paquetes. Así durante treinta y cinco años, «hasta el punto de parecer una enciclopedia», y siguiendo el ritual que consiste, «no sólo en leer estos libros, sino en meter alguno en cada paquete que prepara, y es que tiene la necesidad de embellecer cada paquete, de darle su carácter, su firma».

 
IV. No apareció por allí. Ni rastro del escritor vigente. Bien podría, en ese mismo momento, encontrarse ya de vuelta en la Habana o en el crudo invierno de Michigan. No hubiera debido extrañarme que, como escritor francés, Vila-Matas se hubiera despedido a la francesa, aunque albergaba aún la posibilidad que estuviera todavía en Barcelona, incluso en la calle París, observándome pero sumido, como escribió en uno de sus libros, en esa «contradictoria pulsión radical hacia la discreción», tan propia, por otra parte, de su oficio de espía.


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