domingo, 2 de marzo de 2014

Se ha puesto el sol ahora, en Lisboa


Aquel día fue la primera vez que vi al hombre elefante. Fue en Lisboa. Algunos turistas le hacían fotos. Y él se dejaba fotografiar a cambio de unas monedas. En aquel momento Lisboa parecía haberse dejado llevar, como si no le importara cuidar sus paredes ni sus barandillas.
 

Fue la noche anterior, la que pasé en un motel en la rua Nova do Loureiro, cuando soñé por primera vez con el hombre elefante. La habitación del motel era pequeña. Tenía una mesita con un foco de luz y un balcón muy estrecho con una barandilla que también se había dejado llevar: el óxido debía de ser la bandera de la ciudad. Durante el sueño de aquella noche me acerqué al hombre elefante pasando entre medio de los turistas que no dejaban de fotografiarlo. Y entonces él, sin darme tiempo a preguntar me respondió: «No tengo esposa. Nunca fui un hombre arriesgado». Recordaba haber leído esa frase en algún libro y, mientras pensaba quién la había escrito, volvió a avanzarse y me preguntó si nunca había estado enamorado. Dudé qué responder y le dije: «No, he sido camarero toda mi vida». Esa fue mi respuesta. Había escuchado esa frase en una película, en un western en el que actuaba Henry Fonda. El hombre elefante retrocedió y se apoyó en una farola, que también lucía la bandera de la ciudad, para dejarse hacer una nueva fotografía. Después volvió a avanzar hacia mí y me dijo: Me han hecho más fotografías que a Henry Fonda. Y algunos vuelven al día siguiente, una vez ya han revelado el carrete, y me dicen que mis ojos no dicen nada, que son la nada. Y les respondo lo que respondería Lobo Antunes, que «es muy posible que el hecho que no expresen nada haya sido un fallo del fotógrafo». Eso les digo.
 

A la mañana siguiente, cuando ya había salido de mi sueño, volví a ver al hombre elefante en su esquina de la Avenida da Libertade. Todos los turistas que estaban allí, a su alrededor, se parecían a James Joyce. Tuve la tentación de acercarme y decirle que sí, que una vez estuve enamorado, pero seguí bajando por la avenida mientras pensaba que él también debía de ver a todos los turistas como si fueran un duplicado de Joyce, con sus gafitas y ojos pequeños que no expresaban nada, y que es muy posible que el hecho que no expresasen nada hubiera sido fallo del dios que los creó. Pero seguí bajando hasta el río, a mi paso, que no era muy rápido.

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