domingo, 25 de mayo de 2025

Azul casi transparente


Antes ponía curry en el arroz, y también cúrcuma. Por eso los dedos se me ponían del color ocre de las paredes pintadas de la cueva de Chauvet. Luego aprendí que el curry es una mezcla de muchas especias, por lo que la cúrcuma era un exceso. Toda repetición es un exceso, pero la repetición ha creado más belleza que el azar. En una de las respuestas de Jean-Pierre Melville en Al final de la escapada, este dice que «hay dos cosas importantes en el mundo: para el hombre, la mujer; para la mujer, el arte». Aunque tampoco es para tanto el arte, o la literatura; quizás sólo la arquitectura de una catedral gótica, que reproduce la forma de la cueva. Me gusta el personaje de Lilly del libro de Ryu Murakami. En medio de la pista de aterrizaje de la base americana, sacó un lápiz de labios de su bolsillo, se quitó la ropa y empezó a pintarse el cuerpo. Pintando líneas rojas en su vientre, sus pechos, su cuello. Si Ryu hubiera tenido las manos manchadas de curry hubiera podido recrear un exceso de manos sobre el cuerpo de Lilly, como en las Grottes de Gargas. Sobre la pista de aterrizaje, Lilly le dijo «oye, Ryu, mátame. Hay algo extraño Ryu, quiero que me mates». Hay una coincidencia con Cioran, que dio mil veces la razón a Lao-Tsé, sin embargo, comprendía mejor a un asesino: «Entre la serenidad y la sangre, lo natural es inclinarse hacia la sangre. El asesinato supone y corona la rebelión: quien ignora el deseo de matar, por mucho que profese opiniones subversivas, siempre será un conformista». Como recopilo teorías sobre la muerte, sé que hay una forma de matarse que es ir muchas veces a los mismos sitios. En Lilly hay algo que excede al resto de personajes. Sentada en una silla y con las bragas colgándole de un pie, dice que quiere ver la televisión, que ponen una película vieja de Marlon Brando, una de Elia Kazan. Mientras, me he pasado toda la noche contando nenúfares de Monet. También pensando en una escena de violencia de Brando en Un tranvía llamado deseo, y en Stella bajando después las escaleras como nadie las ha bajado desde entonces en Occidente. 

lunes, 21 de abril de 2025

«Como si nada, como si nadie, como si nunca»

Cuando la primera vez que en el curso de la Acadèmia de La Central conectó con su despacho, llegó ese momento de tensión en el que se abre el turno de preguntas y no hay preguntas. Y que a veces en esas situaciones estoy por levantarme y decir: Buenas tardes, y volverme a sentar. Luego ya todo se normalizó. He leído que en italiano se puede decir «aunque» con veinte intensidades distintas. Aunque en el curso no dije nada, pensé algunas cosas, lo cual también es una forma de intensidad. Uno: Que los implantes de recuerdos en los replicantes son ficciones creadas y, como en toda ficción, hay una parte en ellas que es lo ya vivido por el propio autor. Es autoficción que puede dar lugar a equívocos en quienes los reciben. Lo que inquieta es que sin esos recuerdos los replicantes se vuelven inestables, quizás por la tranquilidad de tener un pasado, o por el miedo, o que sea un poco lo que escribe Tim O´Brien en Las cosas que llevaban los hombres que lucharon: «No tenía memoria, y por lo tanto no tenía culpa». Al parecer, la culpa atempera, porque es algo que puede vincular las calorías de un cruasán con algún dios. Dos: Al personaje de Violet le puse la cara de Nacha Guevara, la muerte en El lado oscuro del corazón: la muerte más bella. Y me recordó lo que escribe Giuseppe Scaraffia en La otra mitad de París sobre Nancy Cunard, la Gioconda de los Años Veinte, seductora en serie. Pausa: Cuando salíamos y mi amiga Gema le entregó su libro, me sorprendió la manera en la que se le acercó y le dijo: Enrique. No porque le dijera Enrique, sino por el tono, con una naturalidad que yo necesitaría una confianza de tres años o diez ensayos previos antes de llegar a esa afectividad. Tres: Qué bien la idea de escoger cada mañana un libro de la sala oscura y leer unas páginas, y que ello le lleve a escribir. Y me gusta porque a veces también me pasa: leo y me da por escribir. Aunque también cuando veo en la televisión el programa de cocina de Jamie Oliver me da por comer. Por lo que hay una lógica ahí. Cuatro: El segundo día del curso en la Acadèmia, que nos leyera quince páginas de su nuevo libro fue una maravilla. Y tan inesperado. Y que explicara detalles y anécdotas de lo que hay detrás de lo escrito en una novela, que son como implantes en el libro de los recuerdos del autor; y lo difícil que es poder combinar novela y ensayo, e indicara que por ahí sigue el futuro de la novela. Otras cosas que pensé: en la foto del libro Ocho entrevistas inventadas, se parece a Jean Pierre Léaud en una película de La nouvelle vague; quiero releer Historia abreviada de la literatura portátil; cómo me gustaría que tuviera una conversación en el CCCB con el director de cine Albert Serra titulada: Francia no se acaba nunca; me atrajo el título descartado El día del Obama, porque es como una ventana abierta. Y me atrajo también por Casavella.

Cosas que le escribí a EVM tras un curso en la Acadèmia de la librería La Central. Barcelona, febrero, 2024

viernes, 10 de enero de 2025

Voyageur-voyeur

         

A los diecinueve años, uno puede permitirse viajar a París por primera vez; sentirse montparmasiano durante una semana; cruzar, como Henry Miller, el Boulevard de Clichy, que está lleno de cosas rojas: paredes rojas, luces rojas y prostitutas con medias negras. Las prostitutas siempre parecen indiferentes a los cambios, como las ciudades fronterizas, o como los gatos; estos, además, indiferentes a cualquier cosa. Como estaba alojado en un hotel cerca del Boulevard des Batignolles, cada mañana cruzaba un puente sobre las vías que llegaban a la estación de Saint-Lazare, que era como cruzar una frontera, y un lugar apropiado para aquellos que consideraban que lanzarse al Sena era demasiado aristocrático. Lo primero que visité en aquel viaje fue el cementerio de Montmartre, que era un lugar en el que al entrar me bajó un grado la temperatura del cuerpo. En el hotel, compartía habitación con otros dos amigos de la facultad. Una tarde vimos en el edificio que había al otro lado de la calle a una mujer que se paseaba desnuda por el comedor de su casa. Al momento, uno de los compañeros sacó unos prismáticos de la maleta. Eran unos prismáticos pequeños, como de palco de la Ópera Garnier. Pero acercaban. Aquella mujer era alta y esbelta. Umbral diría que tenía un perfil de caballo griego. Era alta y esbelta, y tenía la piel blanca y unos senos moderados y sólo un poco caídos, como las bolsas de una alforja sobre el lomo de un caballo pálido; asimétricos, sin temática, seductores, y aceptados en el mundo de la creación como un elogio del arte. Aquella mujer de piel blanca y rostro normando me dio la impresión de fluidez. Es algo que me pasa desde que de pequeño veraneaba en un camping de la Costa Brava, que todas las francesas me parecían la Revolución Francesa. Es la misma sensación que cuando se llega por la mañana a la estación y los trenes circulan con normalidad porque hace ya un rato que han levantado el cuerpo de las vías. Fue otro día cuando me di cuenta que el amigo que había sacado los prismáticos cuando se necesitaban unos prismáticos iba preparado no como si estuviéramos en París, sino a los pies de las colinas de Ngong: al pedirle un remedio para el dolor de cabeza, me ofreció tres.