sábado, 30 de junio de 2012

Volviendo a la cueva

Los días en la cueva son días de pocas historias. A la cueva se entra por las escaleras y se puede llegar hasta el fondo por el pasillo que hay entre las mesas. Prácticamente no hay luz solar. La que ilumina es una luz simulada. Las paredes son blancas y con el paso del día marchitan y aunque siguen siendo blancas parecen grises. A mí me lo parecen. Nunca he preguntado a los demás de qué color ven las paredes pero, si lo hiciese, seguro que me dirían que del color de las costillas de una ballena.

Los días en la cueva son días sin ideas. No sé a quién puede interesar que esos días no tengan ideas. Cuando sales de la cueva ya todo está oscuro para que, cuando al día siguiente vuelvas a estar dentro, creas que afuera todo está apagado y que es mejor algo de luz que la falta de ella. Con el tiempo se aprende a no pensar en ello: afuera todo está apagado, se piensa. 

Los días en la cueva son días que no cuentan. Pero sí cuentan. Eso lo veo después, cuando salgo. A veces cuando salgo vuelvo a entrar y a salir para ver si noto algo. Supongo que es en ese momento cuando debería notarlo pero no siempre es así. Hay veces que estando dentro creo estar fuera pero sin poder hacer las mismas cosas que hago fuera.




«Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo, fuera de sí.»  Marx, “Manuscritos económicos y filosóficos”