He bajado temprano esta mañana a la cafetería porque en el
lado izquierdo de mi cabeza, que es el más emocional, hay una ventana, como en
los cuadros de Vermeer. Me he sentado donde siempre porque desafío a aquellos
que confunden la repetición con la normalidad. En toda repetición veo algo de
creatividad, porque ninguna repetición es exacta, en cada una hay un intento de
mejorar la anterior. Cuando ha entrado una pareja, ambos vestidos de negro, he
interpretado, a la luz de la razón de lo cotidiano, que venían de un concierto
de jazz; por la mañana, a primera hora, la gente siempre parece que viene de
sitios equivocados. Con el primer café he estado leyendo un rato Indigno de ser
humano, de Osamu Dazai. Escribe Dazai que al poco tiempo de estudiar pintura,
uno de sus compañeros le hizo conocer el alcohol, el tabaco, las prostitutas,
las casas de empeño y el pensamiento de izquierdas. Esto me ha recordado el
love-hotel de Murakami, que se llamaba Alphaville, como la ciudad de la
película de Godard donde no estaban permitidos los sentimientos profundos: «El
love-hotel es así: un lugar donde hay sexo, pero un sexo que no necesita ni
ironía ni amor». Me suele pasar que al final me acabo fijando en personas que
están convencidas de que así deben de ser las cosas. No me importa cómo sean
esas cosas, así o de cualquier otra manera, sino ese convencimiento de que
deben de ser así, de una manera precisa: ese perfeccionismo moral que también buscan los artistas. Luego he estado un rato hablando con Aura sobre la pareja que ha atendido y que
parecía salida de una comedia romántica. Le he dicho: No sé, los odio.
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