lunes, 10 de septiembre de 2012

“Una soledad demasiado ruidosa” de Bohumil Hrabal

                                                                                               Foto de Anita Noire








Sigo escribiendo este diario novelado como también sigo leyendo “El Danubio” y, a su vez, mientras los capítulos de este libro van atravesando por los diferentes países de la cuenca del río centroeuropeo, también voy leyendo otros libros que son como afluentes del primero.

Escribe Magris que Kafka, en sus diarios, «recuerda que su nombre hebreo era Amshel, un nombre en el que expresaba la identidad humana que le era negada» para ser sólo Franz Kafka. Y en este diario novelado que aquí escribo recuerdo que mi nombre checo es Pavel, y que al escribir desde la terraza de este diminuto café de Praga siento, como explica Hrabal, que a mí también me gusta la caída del día, ya que «me parece el único momento en que puede pasar algo importante», incluso poder expresar la identidad checa que en algún momento me fue negada.

 
I. En la habitación de mi hostal he acabado de leer el libro “Una soledad demasiado ruidosa” de Bohumil Hrabal. El ruido que durante sus páginas escucha el personaje, Haňťa, es el ruido del cambio, el estridente sonido de las nuevas prensas de papel que lo engullen todo, hasta su forma de vida: «Hace treinta y cinco años que prenso libros y papel viejo, treinta y cinco años que me embadurno con letras, hasta el punto de parecer una enciclopedia… soy una jarra llena de agua viva y agua muerta, basta que me incline un poco para que me rebosen los más bellos pensamientos, soy culto a pesar de mí mismo y ya no sé qué ideas son mías, surgidas propiamente de mí, y cuáles he adquirido leyendo»

II. Bohumil describe con crudeza el trabajo y también el cambio de los tiempos que se avecinan. Haňťa ha podido visitar las nuevas fábricas con sus operarios uniformados, su disciplina, su hacer por hacer y sabe que «comienza una nueva era con nuevas maneras de trabajar, con nueva gente que bebe leche, aunque todo el mundo sabe que las vacas prefieren morir de sed antes que tragar un solo sorbo de leche.»

III. Cuando he recogido la llave en recepción, la hostelera me ha preguntado si iba a salir esta noche a dar una vuelta. Al decirle que así lo haría ya que el anochecer es ese momento en el que puede pasar algo importante, me ha dicho que no cruzara a la otra orilla del Moldava. Sabía lo que quería decirme porque había leído ya el párrafo en el que ello se explica, aunque ni ella ni yo hemos encontrado las palabras para poder expresar que «en las cloacas del subsuelo de Praga se está llevando a cabo una terrible lucha a muerte, una gran guerra entre dos clanes de ratas de alcantarilla que habría de decidir cuál de ellos tiene derecho a todos los residuos y a todos los excrementos que fluyen por las alcantarillas hacia Podbaba». Aunque a mí no me preocupaba eso. Lo que sí temía era encontrarme con el ayudante del verdugo del que habla Haňťa y que, como a él, me ponga un puñal en el cuello y saque un trozo de papel y me lea un poema sobre los hermosos paisajes de los alrededores de Ríčany, y después me pida disculpas diciendo que ésa era la única forma de obligar a la gente a escuchar su poema. A eso sí que le tenía pavor.

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