Martín salió de la casa con la intención de internarse en el
bosque. La última vez que lo hizo se
encontró con un perro que le pareció medir tres metros. Desde entonces no
volvió al bosque pensando que Boca de tigre estaría todavía allí, esperándole.
Aunque esta vez no le faltaría decisión. Su enfado con Roncesvalles era
superior al temor, y si el perro estaba y se servía de él para alimentarse lo
daría por bien empleado. Esa sería su venganza: devorado por un perro tras ser descubierto
intentando robar un trozo de queso y, en un segundo acto, condenar a
Roncesvalles a portar, prendido en su pecho, la marca del lacre derretido en
forma de “V” por allí donde se moviera a partir de ese momento.
A medida que caminaba, empezó a presentir que el perro no
estaría allí para su cita. Que no estaría esperándole, agazapado detrás de
algún arbusto, para abalanzarse sobre él y que posiblemente el animal que se le
apareció en el bosque hubiera sido el perro de algún pastor extraviado del rebaño.
Intentando recordar, en demérito del animal, incluso empezó a dudar de la
altura del chucho y su semblante feroz. No podía evitar escuchar las risas de
sus compañeros de tropelías cuando les explicaran la historia: “Martín
engullido por un perro muerde-ovejas”. Una deshonra que ni tres vidas podrían
desinfectar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario