sábado, 19 de enero de 2013

El paseo de Sophie




I
Había estado caminando, esperando acumular el suficiente valor para entrar en el café. La indecisión le había permitido encontrarse en la calle con varios personajes. A algunos de los personajes sólo los había podido ver durante unos minutos, unos segundos, por lo que decidió que a estos los incluiría en un cuento. Si quería encontrar personajes para su novela debería poder seguirlos durante más tiempo, y también tener suerte ya que muchos se movían cerca de sus casas: la gente siempre se mueve cerca de su casa o de su trabajo, en círculos, y pronto desaparecen en un portal o en la entrada de un edificio de oficinas. Pensó en los turistas que deambulan todo el día de un lugar a otro y, aunque se alejaría del café en el que había concertado la cita, necesitaba acumular datos, una secuencia de datos, y si sus personajes, ahora un grupo de turistas venecianos, tomaban un autobús, este hecho le beneficiaría porque podría escuchar conversaciones que sólo se pueden escuchar en el transporte público y metería esas conversaciones en su novela. Los mejores diálogos siempre se les ocurren a otros.

II
Si un día había de morir, lo haría allí, en Honfleur, un pueblecito costero de Normandía.  Así lo había decidido hace tiempo y hasta allí había viajado cuatro veces en los últimos veinte años, cada vez que presentía el momento. La primera vez que se desplazó, trató de salir del pueblo dando un paseo y tomando la única calle que parecía conducir hacia el exterior. Le fue imposible, ya fuera por las dificultades del terreno o por los setos que los vecinos habían ido construyendo. Tuvo claro, esa primera vez que viajó a Honfleur para morir, sentado en una de las terrazas al borde del amarradero, que de allí no podría salir salvo que cayera realmente muerto y hubiera algún doctor en ese pueblo de muerte que lo pudiera certificar.

III
De la cita en el café de la calle Pau Clarís había pasado una semana y ahora se encontraba llamando a un timbre y entrando en un portal, desapareciendo en él como lo hacían muchos de sus personajes. En la cita previa habían pactado todos los términos. Subió al cuarto piso dispuesto, como siempre, a satisfacer las fantasías ocultas de su clienta. Según le contó el día de su cita en el café, Isabelle trabajaba en una empresa multinacional; era una mujer cargada de responsabilidad y deseosa que alguna vez la situación se le escapara de las manos, y que de las manos y de los pies la ataran a las cuatro esquinas de la cama y sentirse, de esa forma, a la intemperie, que soplara el viento a su aire. Se encontró, así, con un personaje que permanecería inmóvil durante las dos horas de la sesión. No necesitaría perseguirlo, pudiendo acumular datos de su carácter sin tener la necesidad de recorrer los lugares más turísticos de la ciudad. Y esta fantasía de su personaje podría convertirse, sin esperarlo, en una de sus fantasías, y la metería en su novela y la llamaría Sophie, y escribiría que tenía unas piernas bonitas, también unos pies bonitos, y que tenía la fantasía de la inmovilidad, y que esta ciudad de caminantes nerviosos, paulatinamente, acabaría yéndose al diablo.



2 comentarios:

Anita Noire dijo...

No tardes mucho en parirla, a Sophie, estamos esperando ansiosos :)

La baleine qui fume dijo...

;)