I
Había estado caminando, esperando acumular
el suficiente valor para entrar en el café. La indecisión le había permitido
encontrarse en la calle con varios personajes. A algunos de los personajes sólo
los había podido ver durante unos minutos, unos segundos, por lo que decidió
que a estos los incluiría en un cuento. Si quería encontrar personajes para su
novela debería poder seguirlos durante más tiempo, y también tener suerte ya
que muchos se movían cerca de sus casas: la gente siempre se mueve cerca de su
casa o de su trabajo, en círculos, y pronto desaparecen en un portal o en la
entrada de un edificio de oficinas. Pensó en los turistas que deambulan todo el
día de un lugar a otro y, aunque se alejaría del café en el que había
concertado la cita, necesitaba acumular datos, una secuencia de datos, y si sus
personajes, ahora un grupo de turistas venecianos, tomaban un autobús, este
hecho le beneficiaría porque podría escuchar conversaciones que sólo se pueden
escuchar en el transporte público y metería esas conversaciones en su novela. Los
mejores diálogos siempre se les ocurren a otros.
II
Si un día había de morir, lo haría allí, en
Honfleur, un pueblecito costero de Normandía.
Así lo había decidido hace tiempo y hasta allí había viajado cuatro
veces en los últimos veinte años, cada vez que presentía el momento. La primera
vez que se desplazó, trató de salir del pueblo dando un paseo y tomando la
única calle que parecía conducir hacia el exterior. Le fue imposible, ya fuera
por las dificultades del terreno o por los setos que los vecinos habían ido
construyendo. Tuvo claro, esa primera vez que viajó a Honfleur para morir, sentado
en una de las terrazas al borde del amarradero, que de allí no podría salir
salvo que cayera realmente muerto y hubiera algún doctor en ese pueblo de
muerte que lo pudiera certificar.
III
De la cita en el café de la calle Pau
Clarís había pasado una semana y ahora se encontraba llamando a un timbre y
entrando en un portal, desapareciendo en él como lo hacían muchos de sus
personajes. En la cita previa habían pactado todos los términos. Subió al
cuarto piso dispuesto, como siempre, a satisfacer las fantasías ocultas de su
clienta. Según le contó el día de su cita en el café, Isabelle trabajaba en una
empresa multinacional; era una mujer cargada de responsabilidad y deseosa que
alguna vez la situación se le escapara de las manos, y que de las manos y de los pies la ataran a las
cuatro esquinas de la cama y sentirse, de esa forma, a la intemperie, que
soplara el viento a su aire. Se encontró, así, con un personaje que
permanecería inmóvil durante las dos horas de la sesión. No necesitaría
perseguirlo, pudiendo acumular datos de su carácter sin tener la necesidad de
recorrer los lugares más turísticos de la ciudad. Y esta fantasía de su
personaje podría convertirse, sin esperarlo, en una de sus fantasías, y la
metería en su novela y la llamaría Sophie, y escribiría que tenía unas piernas
bonitas, también unos pies bonitos, y que tenía la fantasía de la inmovilidad,
y que esta ciudad de caminantes nerviosos, paulatinamente, acabaría yéndose al diablo.
2 comentarios:
No tardes mucho en parirla, a Sophie, estamos esperando ansiosos :)
;)
Publicar un comentario